En la Casa Colorá, en realidad, no murieron dos personas; fueron tres los asesinados. La pareja holandesa recaló en Murcia cuando el club de voleibol femenino erigido por Evedasto Lifante fichó a Ingrid Visser, que, a sus treinta y un años, veía ya caer la luz crepuscular sobre su carrera deportiva. Ingrid y su pareja, el empresario Lodewijk Severein - veinte años mayor que ella - , decidieron emprender un tratamiento de fertilidad en 2012 y decidieron emprenderlo aquí, en la capital del Segura; la clínica escogida fue Tahe Fertilidad, ubicada en la céntrica Avenida Europa. No hubo suerte. Pero el éxito llegó al año siguiente: Ingrid quedó encinta. Cuando murió, asesinada a golpes propinados por un rumano contratado por Juan Cuenca, albergaba un feto de seis semanas. Ese holandés un poco murciano nunca llegará a ver la ciudad donde fue engendrado. Y a nueve murcianitos corresponde dictaminar por culpa de quién.

Los partidarios del tribunal popular suelen aducir que en EEUU funciona satisfactoriamente. Es cuestión, afirman, de tiempo y de que la ciudadanía adquiera un poco de cultura judicial. Pero esto no es EE UU, esto es Murcia. Tampoco es que en EE UU no haya polémica. El caso de O. J. Simpson resultó uno de los ejemplos más vergonzantes de lo que puede llegar a colaren un juicio con tribunal popular cuando uno es famoso y dispone de una pléyade de ilustres letrados a su disposición. En todos lados cuecen habas.

El móvil del terrible crimen continúa cubierto por una irritante sombra. Cuenca afirmó que Lodewijk le pedía dinero de manera tan amenazante „a pesar de que nada le debía„ que actuó, como quien dice, en defensa propia. Adujo en su día un correo electrónico que le había enviado el holandés y donde había insertado una fotografía de una pistola bajo el epígrafe: «Bonita». Curiosa la posterior interpretación del correo como una amenaza, porque el propio Cuenca les había contado a los investigadores que lo que quería decir el holandés en ese mailera que le consiguiera un arma de ese tipo. Cuenca, por supuesto, desconocía dónde se compran esas cosas. En todo caso, en nada habrán de preocupar estos pormenores a los nueve murcianitos del tribunal; nadie les inquirirá por las razones que movían a Juan Cuenca aquel lejano trece de mayo de 2013. Qué planeó hacer, qué hizo, cuándo y cómo preocuparán a nuestros murcianitos: el porqué quedará recluido, tal vez para siempre, en los penetrales de Juan Cuenca.

Cuenca se convirtió ya en la primera jornada del juicio en autor intelectual confeso y Valentin Ion en confeso autor material. El primero confesó haber contratado a los dos ciudadanos rumanos para acabar con la vida de Lodewijk Severein. El segundo confesó haber acabado con la vida del holandés y de su pareja, Ingrid Visser, a fuerza de golpes propinados con un cenicero y un jarrón. No obstante, no todo quedó dicho con estas confesiones. Cuenca, según su testimonio, solo había planeado el asesinato de Lodewijk, pues ignoraba que venía acompañado de su pareja. Sin embargo, encargó a su amiga María Rosa Vázquez, según cuenta ella, que recogiera a la pareja y la llevara a la casa; es decir, Cuenca sabía que Lodewijk venía con Ingrid. He aquí una cuestión que sí resulta relevante para el futuro del valenciano: ¿había planeado la muerte de la pareja o solo la de Lodewijk?

El juicio no se ha privado de ofrecer situaciones ciertamente rocambolescas. Juan Cuenca se estrenó con la historia de Danko „quien siempre desprendió ese aroma aséptico que caracteriza a las añagazas defensivas„ para, punto y seguido, pedir al respetable que disculpara la broma y que, ahora sí, venía la declaración buena. Tras la declaración de su patrón, Valentin Ion decidió que él no sería menos y también cantó con ganas. Y también tuvo su momento de retractación: llegó a admitir que había cobrado por asesinar a la pareja unos instantes después de haber afirmado que Cuenca solo lo había contratado para echar una mano si las cosas se ponían feas. Respecto a Valentin, pues, poco suspense parece haber.

La declaración de Juan Cuenca incluía un dardo dañino y certero: implicó por primera vez a María Rosa Vázquez, la amiga que le había hecho el favor de alquilar la casa rural y de llevar en su propio vehículo a la pareja holandesa hasta ella. El valenciano declaró que Rosa era conocedora de sus planes. Hay quien ha visto en este dardo de Cuenca la reacción a la entrevista que concedió Rosa a un medio regional con el juicio ya arrancado. En la entrevista manifestaba por vez primera que Cuenca le pidió que fuera a la casa el martes 14 (es decir, con Ingrid y Lodewijk muertos pero aún sin enterrar) para recoger a la pareja y llevarlos a Cartagena. Rosa se declaraba convencida de que pretendía asesinarla en la ciudad portuaria. Es más, Rosa se muestra convencida de que si ella no se convirtió en el tercer cadáver en el salón de la Casa Colorá fue porque, junto a la pareja holandesa, venía acompañada por sus dos hijas. «Yo entraba en el lote», concluye la examiga de Juan Cuenca, convencida de que ir acompañada de sus hijas le salvó la vida. Rosa dice en la entrevista de su antiguo amigo que «es una persona totalmente calculadora y fría, muy fría». «Dudo», añadía, «que tenga corazón». ¿Se calentó Juan Cuenca y se desquitó ante el tribunal manifestando que Rosa estaba al tanto de sus planes homicidas? Si de un calentón se trata, no sería tan frío como lo pinta Rosa. Por otro lado, el letrado de Rosa, el afamado penalista Raúl Pardo-Geijo, hizo un extraño amago: amenazó con iniciar acciones legales contra Juan Cuenca por dicha declaración. No obstante, un acusado en un procedimiento penal goza en España del derecho a mentir ante el tribunal. No así en EE UU „ la célebre quinta enmienda„, donde puede o no declarar, pero si decide hacerlo y miente, incurriría en perjurio. Pero esto, ya saben, es Murcia, no EE UU. En todo caso, la refriega tenía pinta de ajuste de cuentas entre las defensas (dos de los más reputados penalistas de la tierra: Raúl Pardo y José María Caballero). Los letrados sacaron la faca de la faja y la sangre acabó salpicando a Rosa.

¿Y Constantin? Constantin Stan se ha aferrado a su coartada - estaba bebiendo, repantigado, en la planta de arriba cuando sucedieron los hechos en la de abajo - como un amante despechado al recuerdo de la mujer añorada. Y ni Cuenca ni su compatriota osaron contradecirlo. Se enfrentó a algún revés, como que la propietaria de la casa, Francisca, afirmó que las sábanas, incluidas las de la planta superior, no se habían colocado en las camas. Pero el abogado de Constantin devolvió aquel derechazo con prontitud: ¿acaso no podía recostarse su defendido sin colocar las sábanas? Sobre gustos, ya se sabe, no hay nada escrito. No fue de la señora Paquita, en realidad, de donde le vino el zurdazo que lo tiene tambaleándose en la lona. Fue de su propio teléfono móvil. La coartada de Constantin rezaba así: habiendo abandonado Valencia a eso de las diez de la mañana, Juan Cuenca y sus compinches rumanos llegaron a la Casa Colorá a eso de las tres de la tarde. Para cuando arribó la pareja holandesa, a eso de las nueve, él ya llevaba al cuerpo media docena de horas de aplicada dedicación a la botella. Pero hete aquí que los posicionamientos de los teléfonos móviles revelan que el trío mortífero abandonó la capital del Turia a eso de las dos de la tarde, llegando a la casa rural molinense antes de las ocho. Así pues, cuando Lodewijk e Ingrid llegan a la casa, Constantin no había tenido más que una hora para empinar el codo. En una hora, claro, se puede beber mucho; hay gente, oiga, que se toma lo de beber como un trabajo. Pero no es esa la cuestión. La cuestión es que ha mentido. ¿Qué importancia le darán a esto nuestros nueve murcianitos?

Constantin es un hombre de maneras rudas; incluso la forma de dirigirse a su traductora resulta brusca. Sus formas abruptas serían indiferentes para un juez profesional pero no se atreve uno a decir lo mismo de un tribunal popular. ¿Pesarán estas cuestiones estéticas en la mente de nuestros nueve murcianitos? Constantin no está noqueado pero no se apostaría uno sus ahorros a que no caerá a la lona y se comerá, junto a sus dos compañeros, los dos asesinatos: treinta años en canal de cumplimiento efectivo.

Serafin de Alba es otra historia. Serafín ha tenido durante el juicio, como en la vida misma, sus buenos y sus malos momentos. Serafín afirma que pasó gran parte de la tarde con un amigo; el amigo ya ha fallecido, pero el hijo del hombre ha ratificado el relato de Serafín. Por otro lado, la coartada de Serafín se sustenta en que dejó cavar - y proporcionó los trebejos necesarios - a los rumanos para que le quitaran un tocón en su huerto. Sin embargo, los agentes que acudieron al huerto manifestaron no haber visto tocón alguno. Si hay tocón, Serafín tiene coartada; si no hay tocón, Serafín está contra las cuerdas. El abogado de Serafín, Fidel Pérez, mostró una fotografía de un tronco cortado a ras y, oye, si cuela, cuela. Hubo también un aparatoso rifirrafe a cuenta de quién lavó los cubos que Serafín había prestado a los ´braceros´. Según los agentes, Serafín les dijo aquella noche aciaga de 2013 que los había lavado él, aunque ahora diga Diego y afirme que los lavó su esposa. La defensa de Serafín hace hincapié en la colaboración total de Serafín con los agentes cuando estos se presentaron en el limonar: ¿habría actuado así de saber el espanto que cubría aquella tierra? En definitiva, Serafín se tambalea en el cuadrilátero; ojo morado, labio roto, nariz sangrante. Pero no cae. Serafín se mantuvo firme en los albores del juicio y no accedió a la confesión pactada. Dicen que guarda un enorme respeto por su apellido y siente que debe limpiarlo. Como a los cubos. Como si un veredicto exculpatorio y el derecho al olvido en internet fuera a borrar de la memoria de la Región lo que durante unos días albergó el agreste huerto de Alquerías. Serafín, de hecho, bastante bien parado ha salido ya al enfrentarse solo a tres años de prisión. Pero no se conforma; Serafín de Alba quiere que su nombre quede limpio de toda mácula. La última palabra, ya saben: nuestros nueve murcianitos.