En primer lugar, cuando uno se ve sentado en la sala donde se celebra un juicio como este y ha de escribir sobre lo que ve y oye, mira a su alrededor y se pregunta: «¿En qué papel me meto aquí para contarles a ustedes lo que está pasando? ¿Hago de juez, de fiscal, de abogado defensor de tres acusados de doble asesinato, y otro de encubridor?» Al final he decidido ponerme en el papel de un miembro del jurado, porque son esas mujeres y esos hombres, que hasta ayer eran personas como ustedes y como yo, que iban del corazón a sus asuntos, y que hoy se hallan metidos en una tremenda responsabilidad -hacer de jueces - sin comerlo, ni beberlo, por pura obligación y derecho como ciudadanos. Mirándolos, imaginaba yo que quizás esa chica joven de la izquierda habrá tenido que decirle a su jefe que probablemente faltará al trabajo durante dos meses; o a esa señora rubia, que Dios sabe qué obligaciones tiene en su casa, quizás cuidar a una madre anciana, o a dos nietos; o ese hombre joven delgado, que a lo peor está en el paro, esperando que lo llamen de un día a otro para un trabajo.

Y, ¿a qué se enfrentaban ayer estas personas en la sala del juicio? Pues a escuchar a la fiscal, a la acusación particular y a los abogados defensores que les pedían que hicieran justicia en este terrible caso. Todos estos profesionales han estudiado leyes, tienen experiencia, han tratado con decenas de delincuentes, pero ellos, los del jurado, no han tenido jamás cerca a un asesino, ni presunto, ni convicto, y allí veían, justo enfrente, a cuatro hombres, tres esposados, a los que se les acusa de delitos horripilantes. Los de la toga trataron en todo momento de que se sintieran bien, les agradecían su presencia, comprendían sus situaciones personales, pero a ellos se les veía muy serios, impresionados, francamente preocupados.

Y es que la relación de los hechos que hizo la fiscal Verónica Celdrán le ponía los pelos de punta a cualquiera. Además, la hizo bien, alejada de cualquier terminología jurídica, y para que la pudiera comprender todo el mundo. Desde su punto de vista, no hay duda de que Juan Cuenca preparó una encerrona mortal a la pareja holandesa, que contrató a dos sicarios, que previamente encargó a una amiga que comprara los elementos necesarios para su propósito: guantes, sosa cáustica, cubos para fregar, una sierra mecánica, etc., que alquiló una casa apartada para el encuentro, y que allí los mataron a golpes, los cortaron en pedacitos, los metieron en bolsas de basura y más tarde los enterraron en un huerto. Les aseguro que hasta ahora que estoy escribiendo esto se me mantiene el nudo en la garganta que me ha producido su exposición, la relación de huesos de la cabeza que les rompieron -materialmente todos-, e imagino que lo mismo habrán sentido los miembros del jurado.

La acusación particular no hizo más que incidir aún más en lo que la fiscal había relatado. Y entonces les llegó el turno a los abogados defensores. Comenzó José María Caballero, el defensor de Juan Cuenca, organizador del asunto según la acusación, y con gran pericia a mi juicio trató de sembrar dudas sobre las certezas de la fiscal, y utilizó un argumento en el que sus compañeros defensores de los otros reos también incidirían más tarde: el condicionamiento que tienen los miembros del jurado porque nosotros, los medios de comunicación, ya hemos hecho que la gente condene a los acusados antes del juicio. Esta idea, tan utilizada en otros procesos judiciales en la actualidad, fue explotada al máximo por los defensores. Pero lo cierto es que los medios de esta Región, además de los nacionales y los internacionales que reflejaron este asunto en sus páginas, lo único que hicieron fue informar sobre este terrible doble asesinato, llevado a cabo de un modo bestial, rompiéndoles literalmente las cabezas a golpes a una mujer y a un hombre, y que los encausados estaban en esa casa, ese día y a esa hora, y que un montón de pruebas demuestran que ellos intervinieron en el caso. En este juicio se aclarará hasta qué punto cada uno de ellos es responsable y de qué, y los medios seguiremos informando. Qué más quisiéramos nosotros que nadie hubiera matado a nadie y que ahora mismo el nombre de Murcia no estuviera unido a este horror que se está juzgando, ahí mismo, en la Ronda Sur, cerca del supermercado donde la gente compra, mientras que en la sala se escuchan estas horribles descripciones de los asesinatos de una pareja que, imaginen ustedes, aunque ahora vivían en Holanda, estaba siguiendo en Murcia un tratamiento de fertilidad porque querían tener un hijo.