Mirando al techo, sobre un gran charco de sangre ya coagulada y seca. Así encontraba, el 30 de mayo de 1989, a Antonia Moreno el ATS de guardia en el centro de salud que se había desplazado a casa de esta mujer, en el número 5 de la calle Soledad de Santomera, con el fin de inyectarle insulina, como cada mañana hacía.

Tras el macabro hallazgo, el ATS salió a la calle para buscar ayuda. Se encontró con Juan, auxiliar de farmacia, y le comunicó lo que había pasado en la vivienda. «Como vimos que ya estaba muerta y que no se podía hacer nada para ayudarla, decidimos no tocar nada y llamar a la Guardia Civil», explicaba el día de los hechos Juan a LA OPINIÓN.

La Benemérita, con la diligencia que caracteriza al Cuerpo, se personó en la vivienda y comenzaron las indagaciones. ¿Acaso podía tener enemigos una señora de 83 años? Quien quiera que fuese el responsable de aquello, ¿con qué fin lo había hecho? La vivienda entera, humilde y unipersonal, estaba patas arriba. Y faltaba dinero. Las 30.000 pesetas que aquella misma mañana había cobrado Antonia. Su pensión. El móvil de tan siniestro crimen ya comenzaba a perfilarse.

De hecho, el Instituto Armado tardó apenas horas en detener a tres jóvenes. Confesaron enseguida. Mataron a Antonia, alegaron, por miedo a que ella los identificase. Su objetivo principal era quitarle el dinero. Los tres jóvenes (dos de sólo 18 años y el tercero de 25) eran adictos al 'caballo'.

Los vecinos de la calle de Antonia conocían a estos 'zagales'. Tampoco era un secreto que eran drogadictos. La noche del crimen, los tres fueron vistos merodeando por la zona. Uno de ellos, según se apresuraron a contar los residentes, tenía restos de sangre en las zapatillas que llevaba puestas.

Este individuo en cuestión era conocido como 'El Mandurria'. La Guardia Civil decidió interrogarlo en el mismísimo lugar del crimen. «Me quieren cargar el muerto porque tengo las bambas manchadas de sangre», dijo el joven, cuando salía de casa de Antonia, conducido por agentes rumbo a la suya, que sería registrada.

En la casa del joven -ubicada en la misma calle que la de la víctima- estaba el calzado delator en el que se habían fijado los vecinos. 'El Mandurria' fue detenido y llevado al cuartel. Y allí cantó. Confesó que había matado a Antonia Moreno, y confesó quiénes eran los colegas que la habían matado junto a él. Dijo que lo habían hecho para evitar que la mujer los delatase como los ladrones que eran. Y confirmó que se habían hecho con un botín en metálico de 30.000 pesetas.

Una banda violenta

A habituales de la zona no les pilló de susto el arresto de los tres jóvenes -Ángel M. P., J. F. N. y J. R. A.-, porque, tal y como se apresuraron a decir, formaban, junto a dos colegas de Murcia y Espinardo respectivamente, una banda «violenta», en especial cuando les daba el 'mono' que sufrían como consecuencia de sus vicios, siempre según los vecinos.

Los cinco chicos (los tres criminales y sus amigos) solían merodear por unas casas abandonadas en la zona de la carretera estrecha, donde habían habilitado su improvisado cuartel general. Allí era donde consumían droga. El líder del grupo, precisaron los vecinos, era el mayor, Ángel. Un joven que había sido arrestado en anteriores ocasiones por robo con intimidación. Esta vez, fue más allá. Quitaron la vida a Antonia usando un cuchillo de cocina. Esta vez, sus fechorías mutaron en un crimen violento.