La mañana ya no transcurriría como otra cualquiera para ningún trabajador del hospital Iris Sud Ixelles, situado en el sur de Bruselas. Tampoco para la cartagenera Ana Sotos (25 años), que lleva dos años afincada en la capital comunitaria como enfermera de quirófano. Una anestesista irrumpía en la sala y apremiaba a escuchar la radio: se había producido una explosión en el aeropuerto de Bruselas y el locutor nombraba decenas de muertos. «Sentimos mucho miedo», admitía Ana.

Casi una hora después, un terrorista suicida accionó su cinturón explosivo y perpetraba la masacre en la estación de metro de Maelbeek, en el barrio europeo y próximo -a unos 17 minutos- al centro donde trabaja Ana. Todas las operaciones programadas para el día se cancelaron de inmediato y el hospital activaba el plan de emergencia. «Había que ayudar a los heridos que iban entrando», relata Ana a este periódico. «La zona de urgencias se llevó lo peor. A nuestro quirófano entró una mujer con el cuerpo quemado y la cara en muy mal estado. Tenía restos de metralla». Muchos heridos tuvieron que ser intervenidos en otros hospitales mejor preparados.

Sobre las ocho y cuarto, el jefe de servicio de Sanidad Vegetal de la Comunidad, Francisco González, volvía al hotel con prisas: olvidaba la acreditación para el congreso sobre el futuro de la agricultura, para el que había viajado a Bruselas. Pero en su retorno se tropezó con trasiego de militares en la Estación Central. Ya en el congreso, cerca de la Grand Place, la policía inspeccionó el local y les recomendaron no salir hasta su finalización. «Por teléfono nos decían que había pánico y descontrol en la ciudad»», cuenta Francisco González. «Cancelaron todos los vuelos; así que pasaré la noche aquí y saldré a través de Amsterdam», se lamentaba.

La barbarie terrorista había golpeado a Bruselas por primera vez en su historia con dos atentados en el aeropuerto de Zaventem y otro en la parada del metro de Maelbeek. La jornada negra del 22-M deparó más de 30 muertos y dos centenares de heridos, una cifra que no se podía confirmar ayer al cierre de esta edición. «No había constancia», sin embargo, de murcianos afectados entre residentes, turistas y estudiantes de la Región en la capital política de Europa, según señalaron fuentes de la Comunidad.

Sin teléfonos

Las líneas de teléfonos estaban saturadas y complicaba las comunicaciones. Como ocurrió en la Oficina de la Región en Bruselas, donde trabajan tres funcionarios con Lucía Huertas al frente como directora.

«Estábamos muy tristes y preocupados, pendientes de las noticias y acordándonos de las víctimas», asevera Lucía. Recurrieron a los correos y a los whatsapps para intentar contactar con los murcianos que tienen identificados en la ciudad. Tienen localizados a 44 funcionarios y «otros cuarenta» residentes en un «registro informal», pues no hay ningún «censo», detallaba a este diario el director general de Unión Europea de la consejería de Presidencia.

Una de las funcionarias murcianas es Rocío Pérez (37 años), destinada desde hace cinco años en el departamento de Agricultura de la Comisión Europea, cuyo edificio «está saliendo en todas las imágenes porque está al lado del metro», comenta Rocío, que estaba a punto de partir hacia el aeropuerto cuando le llamó su padre avisándole de la noticia. «Ha sido un horror».

También querían regresar a España para pasar las vacaciones de Semana Santa los cuatro empleados murcianos de la fábrica de zumos AMC, con sede en Vlissingen (Holanda). Son Luis Soria (Murcia, 43 años), Antonio Márquez (Lorca, 42 años), Antonio Asensio (Javalí Nuevo, 29 años) y Juan Manuel Vicente (Alcantarilla, 47 años), quien narra que llegaron «media hora tarde» al aeródromo. «No nos lo creíamos cuando vimos en las fotografías que la terminal atacada era la nuestra. El atentado ocurrió diez minutos antes de llegar nosotros», cuenta Juan Manuel. «Si hubiéramos llegado a nuestra hora, nos habría pillado dentro».

El día había cambiado para todos en Bruselas. Alicia Molina (25 años), profesora lorquina de Español que vive «relativamente cerca» de Maelbeek, suspendió todas sus clases de la tarde de ayer. «Esa fue mi suerte, trabajar por la tarde. Me podía haber pasado a mí perfectamente porque cojo el metro todos los días sin excepción», asegura Alicia, que se mostraba muy asustada. «Acudo a varios colegios y cada uno está en una punta de la ciudad; y no puedo ir a ellos a pie».

Una ciudad bloqueada

Bruselas estaba bloqueada: «Tráfico, sirenas, helicópteros. Las caras y los comentarios de la gente te hacen ver que la situación es extraña, que no va bien», describía Alicia. Los comercios echaban las persinas y «las cafeterías del barrio europeo también cerraban».

Muchos pasaron la mañana sin salir de la oficina o en casa, siguiendo las recomendaciones. Como la murciana Charo González (25 años), becaria en Social Economy Europe, que dice que «hubo momentos de tensión» entre sus compañeros al intentar contactar con los familiares.

«Nos quedan días de psicosis, encerrados y esperando a que se todo esto se calme», diagnostica otra de las murcianas afincadas en Bruselas. «Pero no tenemos que amedrentarnos, pues es lo que quieren los terroristas: que no viajemos, que no salgamos de casa, que no trabajemos... Y si lo hacemos, les estaremos dando la razón», zanja Rocío.