Como si no hubiera pasado el tiempo, hay canales de televisión extranjeros que invaden la programación de los fines de semana con espacios dedicados a las casas y a las bodas, convirtiendo la elección del traje de novia o la remodelación de una vivienda en un reality sorprendentemente cutre, que debe tener su público, igual que hay gente enganchada a las páginas de moda nupcial de Internet. Pero en contraposición a toda la parafernalia con la que se envuelve todavía el ceremonial del casorio y a la pasión que despierta entre las aspirantes, cada día hay más mujeres que renuncian a tener hijos. Sencillamente optan por no dejarse atrapar en la maraña de obligaciones y responsabilidades que impone la maternidad para volcarse en su vida profesional o disfrutar del tiempo libre a su manera. Consideran que el trabajo ya es suficientemente duro para añadirle una agenda adicional que les consumiría un tiempo y una energía a la que no quieren renunciar.

El debate no es nuevo, pero el colectivo de las llamadas 'children free' ya no está formado solo por intelectuales existencialistas como Simone de Beauvoir, que fue pareja de Jean Paul Sartre durante toda su vida, aunque siempre vivieron en casas separadas y tuvieron sus propias relaciones al margen del vínculo que les unía. Su pensamiento y su propia biografía la convirtieron en un referente del feminismo para las generaciones posteriores, pero ahora ya no es necesario ser una filósofa y escritora de prestigio internacional para plantearse la vida sin hijos.

Frente al modelo que encarnaba la autora de El segundo sexo, un libro que las mujeres de varias generaciones leyeron con la esperanza de encontrar una especie de guía para escapar de la vida que llevaron sus madres, está la biografía de Marie Curie, la científica polaca casada con un investigador francés que fue la primera mujer a la que se le concedió no uno, sino dos Nobel. La descubridora del Radio cuenta en sus diarios que pasaba el día removiendo piedras en el laboratorio, movida por la intuición de que los minerales encerraban el nuevo elemento químico que consiguió desentrañar y que sirvió para inventar las radiografías. Pero al llegar a su casa se convertía en una entregada madre científica, que apuntaba minuciosamente en su diario cualquier acontecimiento de la vida de sus hijas, contando con verdadero entusiasmo que les había salido el primer diente o habían pronunciado su primera palabra. Sin embargo, hace poco he descubierto una parte de su historia que no aparecía en los libros que leía de adolescente.

La biografía oficial nos ocultó que al quedarse viuda tuvo un apasionado idilio con un antiguo alumno de Pierre Curie cinco años más joven que ella, que pudo costarle la vida, porque en vísperas de la I Guerra Mundial la sociedad francesa no estaba preparada para tanta independencia femenina y estuvo a punto de ser linchada en plena calle.

Sin embargo, el rechazo social no le impidió montar una red de carromatos dotados con equipos radiológicos que recorrían el frente haciendo radiografías de los huesos rotos a los soldados franceses durante la contienda. Después de haberla creído una precursora de las generaciones de mujeres que han convertido la crianza en una especie de religión, ha sido una experiencia descubrir que había otra Marie Curie, muy distinta de Simone de Beauvoir, pero tan arrojada como la escritora francesa que hizo visible una forma de pareja más cercana a la realidad actual.

La mayoría de las mujeres que conozco tratan de ser madres trabajadoras al estilo de Marie Curie y cargan un inevitable complejo de culpa por todo lo que no llegan a hacer o por todo lo que no pueden hacer como ellas piensan que deberían. Viéndolas cómo se esfuerzan por convertir a sus hijos en genios de la música, atletas o políglotas, no me extraña que algunas tengan la clarividencia de huir de la batalla y se dediquen a disfrutar de su profesión, viajar o a hacer deporte. La posibilidad de llevarse a los niños al trabajo, como hizo la diputada de Podemos Carolina Bescansa, no está al alcance de todo el mundo, pero sigue siendo una cuestión sin resolver. Sin embargo, creo que las cosas van a cambiar mucho a partir de ahora, porque cada vez hay más padres que se plantean el mismo dilema. Y por extraño que parezca, a ellos les cuesta menos conciliar. Si una mujer se marcha de una reunión porque tiene que recoger a sus hijos, es posible que sea despedida con sonrisas de condescendencia; pero si lo hace un hombre, la reacción que despierta es muy distinta.