«Ojalá fuera todo el mundo se comportara como nosotros aquí. Tenemos más cordura que muchos de los que están fuera». Andrés lo tiene claro, las cosas no son lo que parecen o lo que la sociedad pretende que sean. Andrés es enfermo mental y uno de los inquilinos del piso tutelado que la Fundación Murciana de la Salud Mental tiene en Murcia. Allí once personas -diez hombres y una mujer- inician su camino hacia una vida completamente independiente e integrada.

El paso, desde la oscuridad de sus pasados y la complejidad de sus informes médicos, no es sencillo y puede ser largo. Pero lo que no les falta es esperanza. Cada 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental y la mayor reivindicación es la comprensión de la sociedad para que estas personas puedan tener una vida integrada alejada de las etiquetas sociales. Piden empatía y una oportunidad.

«Yo lo que quiero es trabajar, poder tener mi piso, mi novia... como todos ¿no?», estos son los deseos de Ángel, que tras años interno en centros de salud mental, está en vías de empezar a hacer un curso de jardinería para lograr el primer objetivo del trabajo. Su miedo inicial es perderse en el camino hasta el lugar en el que se hace el curso. Se siente algo inseguro todavía.

Esta es una de las cuestiones sobre las que incide el equipo de la Fundación. «Lo que intentamos es que sean lo más autónomos posibles, les guiamos, pero queremos que ellos se defiendan solos si van al médico, a hacer trámites al SEF o a cualquier otro sitio», explica Dioni Cutillas, educador social y coordinador de esta vivienda tutelada.

Prácticamente todos los que viven en la casa han pasado años en centros de internamiento psiquiátrico y ser capaces de manejarse por ellos mismos es un pequeño gran reto diario. Ellos se encargan de todo. Hacen la comida, limpian, van a la compra, organizan las zonas comunes... todos tienen sus obligaciones y, aunque alguno reconoce que al principio le costaba seguir rutinas, todos aseguran que la colaboración es total y que nadie suele discutir. «Solo nos peleamos cuando terminamos de comer para fregar primero nuestro plato y poder salir a fumar corriendo», dice Juan Antonio y todos ríen. Ese es otro de sus rituales diarios.

Para ellos el trabajo es acudir cada mañana a los talleres y sesiones con terapeutas que les orientan y les ayudan a sobrellevar mejor sus problemas de salud. Al margen de eso, todos tienen libertad para salir y entrar y hacer una vida corriente como cualquier persona que vive en el centro de una ciudad.

Pero las relaciones sociales no son sencillas cuando en algún momento alguien te ha puesto una etiqueta. Andrés, que presume de ser «el que los anima a todos aquí en el piso», admite que en la calle sienten el estigma de ser enfermos mentales: «Mi familia y mis amigos me aceptan, y voy conociendo a gente. Yo no tengo problemas en decir lo que me pasa, pero es verdad que a veces oyes comentarios y hay rechazo».

Leticia, la única mujer, después de una etapa bastante dura se siente más fuerte y no tiene problema en contar a las personas de su entorno que sufre un trastorno bipolar. La mayoría, tímidos, no se arrancan a contar sus experiencias, pero asienten a la pregunta de si se han sentido rechazados por su historial médico.

Está demostrado que la inserción laboral es la mejor vía para conseguir la verdadera inserción social. Pero no lo tienen fácil. Manuel, que lleva ocho meses en el piso, trabajó durante años en confiterías y como albañil antes de que su enfermedad diera la cara y su próximo reto es hacer un curso de cocina y empezar a trabajar. Muchas trabas ha tenido José Antonio, que pasó diez años -cinco más de los que debía por un error administrativo- ingresado en un centro por una sentencia judicial.

Él es de los que está a punto de poder salir del piso y avanzar a otro con supervisión ocasional. Pedro, que está en tratamiento por esquizofrenia, lleva solo unos meses en la casa y tiene la ilusión de asistir a clases universitarias como oyente y le gustaría «ir a Informática, no me puedo matricular porque me faltan estudios, pero quién sabe, algún día», imagina mientras muestra el cuarto en el que vive en la casa.

En realidad, la casa parece casi un piso de estudiantes, eso sí, con un cuidador que convive con ellos y que se encarga de organizar las tareas y, sobre todo, vigilar que se toman la medicación, necesaria para seguir adelante con su recuperación.

Están felices, pero quieren más, quieren la plena autonomía. Y una de sus mayores dificultades las pone el copago. El piso en el que viven está concertado con el IMAS y el dinero de sus pensiones pasa a la Administración salvo 106 euros al mes. «No tenemos para nada», dicen todos casi al unísono. De ahí sale su ropa, el tabaco o el café que se toman en un bar.

«Yo he conseguido que el paquete de tabaco me salga a un euro, me lo compro de liar, pero no me da para nada», se queja amargamente Víctor; como Leticia, que tiene que hacer cuentas si quiere comprarse un poco de maquillaje.

En estas condiciones económicas el ocio se vuelve casi imposible. Otra barrera más que deben saltar. Acabar con este copago que dificulta una integración es la mayor reivindicación de Feafes, la Federación que agrupa a las familias.