Cuando esta tarde, a partir de las seis, las calles de Cieza se vistan de color en una procesión inédita, donde todos los hombres y mujeres de las distintas cofradías que conforman nuestra Semana Santa conviertan el sábado en otro Domingo de Ramos multicolor, tiñendo los ocres del otoño con nuestros vivos colores de las túnicas de Sangre Nazarena de cada Hermandad, habremos hecho honor a ésta bonita palabra que nos une, Hermandad, estandarte de cada uno de nosotros. Pero la Hermandad de la Oración del Huerto, los Dormis, es para mí mucho más que una hermandad. Es quien me cobijó en su seno, abriéndome los brazos en ese gesto de abrazo fraternal que uno busca cuando llegas a un pueblo, no conoces a nadie, ni sus costumbres ni sus gentes y, quieres integrarte con ellos para participar, como uno más, de las vicisitudes diarias de un pueblo, de su sentir, de las vivencias, en definitiva, de un joven que tiene todo por descubrir.

Como alguno ya me habéis oído, tras desfilar por primera vez en el paso de Los Azotes, de la Hermandad del Cristo de la Agonía, desperté a la Semana Santa de Cieza y, mi admiración y sentimiento fraguaron entonces una pertenencia irrenunciable a sus devociones, a sus usos y creencias, a sus procesiones y me dije, «si quieres ser ciezano, únete a ellos bajo el trono y serás uno más». Ya dije éstas mismas palabras, con motivo del pregón de la Semana Santa, que tuve el honor de proclamar hace ya dieciséis años.

Los Dormis me ha dado mis amigos, unos, conocidos casi amigos, otros, amigos casi hermanos y alguno, aún más, verdaderamente Hermanos. Ellos lo saben muy bien. Mucha gente en Cieza me conoce por mi trabajo de tantos años en una entidad de ahorro, pero muchos, muchos, me conocen, sin duda, por mi pertenencia a los Dormis, a la Semana Santa. Los Dormis me hicieron madurar, forjar el carácter alocado de la juventud. Casi llegué de adolescente al principio de los años setenta y aquí sigo, dando gracias a Dios y a los hermanos, que tanto me saben aguantar.

Recuerdo, por citar algo, aquellas reuniones eternas, largas, larguísimas, en las que siendo presidente don Antonio Galindo, hoy amigo entrañable, ocupando yo una silla de las últimas filas, y tras haber intervenido de forma quizás alocada, en varias ocasiones de la citada junta, cuando iba a terminar, ya casi a punto de levantar la sesión, se dirigía a mí diciendo, «Luis, tienes algo más que decir». Yo, viendo entonces los cariacontecidos semblantes de Bartolo el Rapao, el Almirante, apoyado en su garrota; Paco Rodríguez el Cabrero, Pascual Villa, Tudela, el mismísimo Secretario, Perico Gige, y tantos otros mayores, escudriñando amenazantes mi respuesta, contestaba: «No, no, Antonio, gracias». Para concluir el Presidente con el sabido «se levanta la sesión».

Y siendo todos estos aspectos sociales importantes, no lo es menos el asentamiento de una concepción cristiana de la vida. La procesión da para mucho, es un catecismo vivo para los que nos ven desde fuera y para los que portamos cada atributo en la hermandad, bien sea la cruz, el báculo, la cera, el guión o estandarte y en definitiva, el paso. Señor, cómo hablan esos silencios. Cuánto podemos aprender, aquí, bajo el trono, con la carga pesada, queriendo imitarte y, a veces con los ojos cerrados, con las lágrimas a flor de piel, rezando y dando gracias por tenerte tan cerca. Y estos sentimientos se transmiten de generación en generación. Así mis hijas, sobre todo la mayor, es tan Dormi como yo. Elena, mi mujer, tiene el sentimiento Dormi arraigado en lo más hondo. Y mis nietos, locos por enfundarse la túnica, cada vez que hay ocasión, manifestando sin dudarlo su preferencia por el morado.