Cierro los ojos y aún veo la calle Cánovas del Castillo inundada de una luz tostada de otoño, una luz que apenas llega a tocar el suelo entre la maraña de cabezas que van y que vienen. Varas que se llevan a la Asunción, cajas de flor sacadas con prisa de las furgonetas, brazos estirados a lo alto con una percha en las manos -para que la túnica no toque el suelo-, un grupo de visitantes que siguen dócilmente a la Guía, cámaras de televisión curioseando por entre el embrollo de la Casa de los Santos, alguien que pide un poco de silencio porque en la planta de arriba hay que entrar en directo en un programa nacional. Muchas caras conocidas que corren de un lado a otro ultimando cien detalles, como en tantos otros días de procesión, pero esta vez van sorteando decenas y decenas de rostros que no resultan tan familiares: visitantes de otras localidades, procesionistas de fuera que no están dispuestos a perderse el regalo de una Semana Santa de otoño.

El reto era mayúsculo: diecisiete pasos en la calle -el más liviano de ellos necesita un mínimo, muy mínimo, de casi cincuenta anderos-, las dieciocho cofradías desfilando, y una expectación máxima en las aceras, más foráneas que nunca. Lo que se jugaba Cieza era mucho, y sin embargo, en mis recuerdos de la mañana de aquel 4 de octubre, lo que sigo viendo reflejado en los gestos de todos no son nervios, sino pura felicidad. «Los rostros encendidos de ilusión, y las miradas llenas de Semana Santa». Entusiasmo colectivo, la certeza de que era el momento de dar un paso de gigante del que no había vuelta atrás, la certeza de que era el momento de probar, de una vez y para siempre, que en esto de las procesiones cuando la operación es la suma, el resultado es multiplicación.

Llegaron las seis de la tarde, se abrió el portón de la Casa y el heraldo a caballo de la Magdalena cruzó el umbral de la Historia. Un raudal de pura pasión cofrade comenzó a fluir por la Carrera hasta desbordarse en la Esquina del Convento, donde el asombro se hizo mayúsculo en las miradas de los visitantes. Con cada trono, con cada imagen, con cada Cofradía que iba pasando por las tribunas del Paseo, la Semana Santa de Cieza daba una zancada hacia adelante en la conquista de ese espacio en la primera línea que siempre, por una u otra razón, se le había negado. «Los ciezanos, cómo sois con vuestra Semana Santa». No hombre, no. «Cómo es» nuestra Semana Santa, no nosotros.

Y es que el triunfo histórico de aquella noche fue, en muchos sentidos, la reválida que aún tenía que pasar la Semana Mayor de los ciezanos para probar la solidez de su Declaración como Fiesta de Interés Turístico Nacional. Un severo tribunal de oposición, formado por centenares de procesionistas venidos de otras localidades, habían sido convocados para que vieran al fin, por sí mismos, la realidad que había detrás de aquella espléndida revista que llegaba a sus manos de cuando en cuando, o de alguna secuencia de video a la que se habían asomado por las redes sociales. Fueron, vieron y creyeron, como diría el Evangelista, y a la vuelta, dieron testimonio de la verdad.

Porque todo el calendario de actividades organizadas por la Junta con motivo de su Primer Centenario había sido desarrollado, sí, con todo éxito. Exposiciones, tertulitas, conciertos, actos institucionales y reconocimientos de importancia; incluso pudo finalmente hacerse realidad el sueño de un Lunes Santo convertido en irrepetible Vía Crucis Magno. Se había honrado la historia, recordado a sus artífices y renovado el compromiso de hermandad. Pero ese mismo compromiso debía salir de la Sacristía de la Basílica y conquistar las calles, debía saldar la deuda histórica con la Semana Santa de Cieza, debía probar que esa excepcional antigüedad de la Junta de Hermandades ni era fruto de la casualidad, ni daba frutos casuales; sino que era la primera causa de la inmensa realidad de una Semana Santa que revienta por completo lo que, hasta hace bien poco, era conocido más allá del límite territorial y de los vínculos personales. Y así fue: poco después de la medianoche, cuando los presidentes de las dieciocho se reunían en torno al estandarte de la Junta, al término de la procesión, la Semana Santa de Cieza se retiraba a descansar ocupando ya el lugar que en justicia merecía desde hace mucho tiempo. Y eso explica no sólo la inmensa satisfacción de aquella noche, sino también la convicción y el entusiasmo con la que todo fue preparado y llevado a cabo. Los cofrades ciezanos se presentaban a un examen conociendo perfectamente las respuestas a todas las preguntas posibles, y por eso mismo sabían que lo único que podía separarlos de la matrícula de honor era un cielo gris y amenazante. Fue cosa de levantarse aquel sábado un sol brillante y alegre, y toda la familia nazarena ciezana se fundió en una sonrisa de felicidad interminable que, en cierto modo, aún no se ha desdibujado en sus rostros.

Pero han pasado ya seis meses, y la Burrica viene trotando hacia la Esquina del Convento a zambullirse en el arroyo de Palmas del Paseo, rompiendo Carrera en una nueva Semana Santa. Vuelve el ir y venir de túnicas en sus perchas, el reparto de cirios y los ramos de flor colmando de primavera la Casa de los Santos; vuelven las miradas desconfiadas que vigilan las nubes y el nerviosismo de los niños cuando suena a lo lejos el primer tambor. Vuelve el pan dormido, la dulce vigilia entre las sábanas por la madrugada, rumiando aún marchas de procesión; vuelven las sillas a las aceras, y los nervios de los comisarios, vuelve la oración callada, la mata de habas y reencuentro con los amigos de abril a marzo.

Forma parte de la retórica cofrade más clásica aquello de «llega la Semana Santa, siempre la misma y siempre distinta». Pero pocas veces será tan cierto como en el caso de Cieza y de este año 2015, que inaugura la segunda centuria de la Junta de Hermandades Pasionarias. Porque ha terminado un glorioso ciclo de cosecha y comienza de nuevo la siembra de sueños. Irán germinando como siempre lo han hecho: con trabajo, con sacrificio, con enormes dosis de ilusión. Es la Pasión por Cieza, es la Semana Santa, orgullosa al fin de ocupar su sitio, orgullosa de sus ciezanos, orgullosa de saberse la misma de siempre y mejor que nunca.