Solo puede quedar uno. Ese era el lema de Los Inmortales, la conocida película en que Christopher Lambert es uno de los humanos supuestamente bendecidos con el don de la inmortalidad y a los que únicamente pueden matar con la decapitación. Se trata de una cinta de gran éxito de mediados de los ochenta en la que predominan la ciencia-ficción y la fantasía, porque, entre otras cosas, si hay algo que todos tenemos claro en esta vida desde que nacemos es que, antes o después, vamos a morir, por mucho que queramos evitarlo.

Ya sé que parece de perogrullo lo que estoy diciendo, pero eso que usted y yo tenemos tan claro, no lo está tanto para algunos, que dicho sea con todos mis respetos, juegan con demasiado atrevimiento a ser dioses. Un profesor venezolano de una universidad de California ha hecho ronda estos días por algunos medios de comunicación presentando un libro del que es coautor, cuyo título es La muerte de la muerte. «Vamos a ser todos inmortales antes del año 2045», defiende con gran seguridad y absoluta rotundidad en las entrevistas que le han hecho, en las que sostiene que el avance de la ciencia curará enfermedades tan graves como el cáncer o el alzheimer en apenas un cuarto de siglo y que la muerte será una elección personal.

Mis conocimientos científicos son nulos como para entrar en un debate tan profundo, pero me llama la atención que mientras unos ponen tanto empeño en que alcancemos la inmortalidad, otros condenen al niño británico Alfie Evans a morir y nieguen a sus padres la opción de agotar todas las posibilidades para darle a la medicina y al pequeño una última oportunidad. Desconozco los detalles de la salud del niño, que padece una enfermedad rara degenerativa, pero es casi inhumano que un dictamen médico o una sentencia judicial prive a sus padres de un último intento para salvarle y regalarle el bien más preciado, la vida. Habrá quien defienda que el niño debe dejar de sufrir, que si sobrevive quedará muy mal, que los padres son unos egoístas y lo mejor es dejarle morir tranquilo, pero si hablamos de una ciencia que en veinticinco años nos hará inmortales, quiènes somos nosotros para arrebatarle a Alfie la oportunidad de prolongar su vida hasta que llegue el momento de su curación, quiénes somos para decidir por sus padres, que le practican el boca a boca desde que lo desconectaron de las máquinas, y negarles su fe, su esperanza. ¿No será que nos estamos volviendo cada vez más unos insensibles sin corazón en un mundo tan escandalosamente pragmático que nos creemos con el derecho de determinar quién puede vivir y quién tiene que morir? Porque una cosa es negar la existencia de Dios y otra muy distinta creer que el dios eres tú.

Debemos tener la mente abierta y jamás me opondré al avance de una ciencia que proteja al ser humano, pero sí a la que atente contra él. Porque, a veces, disfrazamos de progreso y modernidad lo que solo es una inmoralidad, que puede pasar como un gran éxito, como un gran paso, como la solución de las soluciones, cuando, en realidad, solo es un fracaso y un paso atrás. Porque no olviden que lo que más añoraba Connor Macleod, el protagonista de Los Inmortales, era ser un mortal normal y corriente, envejecer junto a los seres queridos, en lugar de ver como todas las personas que quería iban muriendo, tener el amor y el cuidado de los suyos aunque le costara la vida.

Que la vida es un regalo es innegable, pero no para desperdiciarla tratando de evitar un destino que puede ser triste, pero que no tiene porque ser necesariamente malo. Porque si le damos un sentido a esta vida, la muerte tendrá más valor y será más fácil dotar de valores a unos jóvenes que parecen perdidos, capaces de lanzarse como una manada contra una chica indefensa o de aprovechar la embriaguez de una estudiante en una fiesta universitaria para abalanzarse sobre ella. Y también a esos políticos que se creen por encima del bien y del mal y que lo mismo se llevan los euros a millones en bolsas de basura o en traspasos a bancos suizos, que se meten en el bolso ´por error´ dos botes para luchar contra el avance del tiempo y que, paradójicamente, se transforman en su muerte política.

A veces, da la sensación de que todo eso que vemos por televisión, escuchamos en la radio o leemos en los periódicos nos queda tan lejos. Aunque también sea para morirse lo que protagonizan nuestros políticos de aquí semana tras semana, pleno tras pleno, declaración tras declaración. Ya nadie respeta a nadie y la veda de los ataques o, como decía hace una semana mi matutino colega Javier Pedreño, el canibalismo está en todo su apogeo. Los insultos y las faltas de respeto ya vienen prácticamente de todos los frentes y hasta dan pie a Movimiento Ciudadano a presentar a su líder como una víctima. Da la sensación de que han entrado en una vorágine de duelos en los que, dicho sea en sentido figurado, van a decapitarse unos a otros, conscientes de que después de mayo de 2019 solo puede quedar uno.

Hay semanas, etapas en la vida en que lo vemos todo negro, en que la esperanza no aparece por ningún lado, en que la indignación y la vergüenza es tanta que cuesta creerse ese lema de una marca de bebida que dice que ´el ser humano es extraordinario´. Pero un día te despiertas y se han ido los nubarrones, tu ánimo es radicalmente opuesto al del día anterior y hasta te sientes inmortal. Un día en que descubres que merece la pena vivir, hasta que la muerte nos separe. O hasta que caen cuatro gotas, pisas otra vez una losa suelta en la acera, te empapas el bajo del pantalón con el agua que te salpica de debajo y te vienen los mil demonios. Será por eso que nos gusta tanto el sol.