La crónica negra de nuestra ciudad se abre paso con una historia que llegó a merecer la atención de la prensa nacional, sin duda alguna por la condición de militares de los dos protagonistas. Aquella mañana de agosto de 1903, los vecinos de la céntrica calle Jabonerías no podían imaginar que serían testigos de un terrible suceso.

El comandante de artillería de la Armada José Armario entró al edificio donde daba clase en la academia que el Centro del Ejército y Armada de la ciudad había inaugurado en noviembre de 1902. Al subir las escaleras se cruzó con el tercer condestable José López Guzmán, quien tras decirle «a la orden mi comandante», le comentó que tenía que hablarle de un asunto de interés. El superior ignoró sus palabras y el tercer condestable sacó una navaja de Albacete de su guerrera y se la clavó varias veces hiriéndole mortalmente. El agresor huyó precipitadamente del lugar pero se encontró al salir del edificio con un sargento segundo de infantería de marina que fue el que lo detuvo, aunque no ofreció resistencia alguna.

El cuerpo del fallecido fue trasladado al Pabellón de Autopsias del Hospital de Marina para practicarle la correspondiente autopsia, y gracias a ese traslado disponemos de la interesantísima fotografía que ilustra esta historia. En ella se ve el cuerpo sin vida del comandante Armario sobre la mesa de autopsias, un compañero suyo junto a un médico y de telón de fondo las gradas que servían como asiento a los alumnos que recibían sus clases de Anatomía en dicho Pabellón. La autopsia reveló que el finado presentaba dos heridas mortales de necesidad que por sus trayectorias confirmaban que la agresión se había realizado por la espalda.

Se comunicó el suceso a la Capitanía General y enseguida se dieron las órdenes para la instrucción de la causa y se nombró como instructor de la misma al teniente de navío Guillermo Lacave.

A la mañana siguiente se celebró el entierro del comandante Armario, el féretro fue portado a hombros por obreros de la maestranza de artillería del Arsenal y los honores militares se los hicieron dos compañías de infantería de Marina. Según el periódico ´El Eco de Cartagena´, era un hombre muy querido, admirado y respetado en la ciudad, de ahí que el cortejo fúnebre fuera interminable.

El procedimiento siguió su curso y pocos días después se celebró el esperado Consejo de Guerra, al que pudo acceder la prensa local. El ambiente en la sala era tenso pues, como decía un periodista, «se iba a tratar un asunto en el que se jugaba la vida de un hombre y nadie abrigaba esperanza de salvación». Tras la lectura del sumario, que incluía el informe de la autopsia, desfilaron los testigos que fueron preguntados por la acusación y la defensa. A continuación, el fiscal hizo la exposición del delito y tras calificarlo pidió para el reo la pena de muerte, mientras que el defensor solicitó la piedad del tribunal y que no se le impusiese a su defendido la pena de muerte sino la cadena perpetua. El último en intervenir fue el reo, al que entre lágrimas y con una voz apagada sólo se le oyó decir: «No supe lo que me hice».

De nada sirvió la petición de la defensa, pues fue condenado a pena de muerte y ejecutado en el interior del Arsenal al amanecer una semana después de haber cometido su crimen.