Pasear por Barcelona estos días deja al transeúnte extranjero abducido por la determinación inevitable de la aritmética más escandalosa. Me dio por hacer cuentas en cada coche que pasaba, en cada grupo de personas que miraban los escaparates y el panorama destilaba una aritmética evidente: la mitad de las personas que yo estaba viendo habían votado independentismo y la otra mitad lo contrario. El problema no es que fuera una mitad ordenada, agrupada, como en un campo de fútbol -esta grada contra aquella otra-, o el sol y sombra de las plazas de toros, no era así. Era ver al taxista con un voto en su conciencia y a su pasajero con el contrario atrincherado en la suya; los dos ocupantes de la moto, el de delante oculto en casco con adhesivo de estelada y el de detrás protegido con pegatina rojigualda; la pareja de Mossos patrullando, el de la derecha añorando a Puigdemont y el de la izquierda venerando a Arrimadas...

Me dio por levantar la vista al cielo, buscando entendedera, y fue aun peor porque en cada edificio las banderas se repartían con idéntico modelo, aunque aquí con la regla del tres€ Esteladas estrelladas, esteladas sin estrella y banderas de España, todas ellas dominadas por un viento común denominador ante el que de forma cuasi indecente se dejaban hacer en grupo con el mismo ritmo y movimiento que las añoradas orgías de paz y amor de otras épocas con las mismas banderas y otros colores.

Lo peor es que salvo este detalle por el que disputarse lo distinto, la ciudad estaba idéntica en lo igual, preciosa como es Barcelona, con ese dejarse hacer que siempre nos regala cuando Google en mano nos elevamos hasta lo alto del mapa para perdernos en la magia del territorio, con esa cuadratura perfectamente alineada, bien medida de rectas perfectas yendo y viniendo y Diagonal equilibrante en la decencia del justo reparto al cincuenta por ciento que nunca trajo mayor problema entre una mitad y la otra que el ser justos y equitativos... Ni incluso sacrificada la línea recta magistralmente dominada por las curvas protuberantes de un Gaudí custodio y vigilante desde todas las alturas.

Nunca hubo problema ni discusión en la maestría de dominar la magia de la distancia más corta entre dos puntos siendo recta para conseguir con curvas la distancia más estrecha entre dos sueños y bajar a las profundidades marinas por una escalera limpia de humedades y a la vez repleta de barbaridades y hacerlo sin límites, como sólo los genios pueden plantearse la creación y la normalidad. Nada es blanco ni negro en esta ciudad, sino ajedrezado en su esencia y ese es el tono dominante: el blancoynegro como un solo color, como una sola palabra de tonalidad tolerante.

Yo no pienso renunciar a Gaudí, ni al Poble Sec, ni al Tibidabo, ni al Barsa, ni a la butifarra, ni al pan amb tomaca... ni siquiera a hablar catalán en la intimidad. En todo caso sabed que nunca falta un tonto para hundirnos atrincherado en su indecente gorra de plato marcialmente gobernada por la estrechez mental que casi siempre otorgan la garitas. Esta vez fue el guardia de Portaventura quien no permitió pasar al perrito del primero de la fila porque vino sin pasaporte canino. El dueño le explicaba que estaba en España mientras al garante de la ley de un país de mentirijilla venido a más, le daba igual: que para correr aventuras es imprescindible el pasaporte para perros y sin él los perros no entran... Y no entró.

Y a mí me van a dar igual los tontos y sus pasaportes y los perros de dentro y de fuera como me da igual a quién votan en Roma o en el Vaticano mientras los disfruto. Atribuirle banderas al amanecer o al atardecer es de tontos de garita. Mientras, se pueden seguir empeñando en ver quién gana la discusión porque, voten lo que voten, lo mío ya era mío y no podrá volver a ser nunca negociable.