Dice mi madre que la familia es esa gente 'que te duele' y a la que se acude como la sangre lo hace a la herida. Mi padre se cansó un día de pastorear las vacas de mi abuelo cerca del cerro donde se encontró la Dama de Baza, así que con 16 años dejó a su gente y se fue a trabajar fuera de Granada. Estuvo en Burgos, en Ibeas de Juarros, cerca de Atapuerca, en el Valle de Arán y después vino a las minas de El Llano del Beal y a San Ginés de la Jara, siempre de sitio mágico en sitio histórico. Durante la mili, mi padre conoció a mi madre, que trabajaba en la panadería de Casildo, que por eso aún hace esos magníficos dulces para Navidad y Semana Santa. Mi padre, ferviente lector aún hoy, sólo estuvo en el colegio hasta aprender a leer; su madre murió y todos los hermanos tuvieron que ponerse a ayudar a mi abuelo, y mi tía Matilde tuvo que hacer de madre hasta que su padre casó con Teodora, su segunda mujer, con la que tuvo varios hijos más.

Mi madre no pudo ir a la escuela, nació nada más iniciarse la Guerra Civil y su padre, que había luchado con la República, estuvo encarcelado. Así que ella aprendió a leer y escribir con un maestro particular que se pagaba para poder escribir las cartas al novio que estaba en la mili. Nada más terminar el servicio militar se casaron y decidieron marchar a Cataluña a trabajar en una fábrica textil. Mi madre tenía un tío que les buscó el puesto y alojamiento. Para aquél entonces, mi tía Matilde se había casado también y venido a El Llano del Beal, donde su marido Antonio trabaja en las minas. Mis padres, antes de emigrar a Cataluña, como tantos andaluces, pasaron a visitarlos y despedirse de ellos. Matilde, que ya tenía varios hijos, estaba embarazada de nuevo y el médico le había recomendado reposo absoluto y le pidió a mi madre que se quedase un tiempo a ayudarle con sus hijos. Así que el viaje de Antonio Lorente y María Ortega, para trabajar y vivir en el Prat de Llobregat, se tuvo que suspender. Mi padre volvió a trabajar en los parrales del monasterio de San Ginés de la Jara y cuando nació mi primo, se fueron a vivir al convento, donde yo nací después.

Mi tía Matilde fue mi madrina de bautismo en la Iglesia del Estrecho de San Ginés y, con los años, ella, su marido y sus 5 hijos marcharon a Manresa en búsqueda de trabajo como tantas familias murcianas y andaluzas. Tras una larga vida de entrega a sus hijos y nietos, tras haber perdido a su hijo Manolo en accidente laboral cuando apenas tenía 18 años y a su marido hace cinco, mi madrina ocupaba su tiempo leyendo, tejiendo con lana y cuidando a sus nietos. Hace unas semanas ha caído enferma y se ha ido muy pronto. Postrada en cama, pidió que llamasen a su cuñada María, quería verla. Así que mi madre, a sus 81 años, sin esperar al fin de semana que la pudiésemos llevar alguno de sus hijos, cogió el tren y se presentó en Manresa para acompañar a su cuñada en sus últimos momentos. Mujeres como ellas ya no quedan, han pasado mucho, han dado todo por los demás, han trabajado sin descanso, con bravura y desvelo.

La muerte nos iguala a todos y nos une frente a lo que importa: la familia. Nada como el reencuentro con quienes compartes sangre y origen, aunque luego la vida nos ha llevado por caminos distintos. Estos días hemos compartido abrazos y recuerdos y ni un minuto para discutir de la situación política catalana, pese a que entre los hijos de mis primos los hay fervientes independentistas y fervientes constitucionalistas. Por lo que a mí respecta, que pude haber nacido en Cataluña, al final me casé con la hija de Luis Catasús Montserrat, un catalán que, a contracorriente, se vino a vivir desde los viñedos de Villafranca del Penedés a estas tierras cartageneras a las que volvemos ahora mientras escribo en este especular día de otoño en el que el sol hace brillar el amarillo inmenso de los árboles que veo tras la ventanilla.