El grito de «¡Viva Cristo Rey!» y perdonando a sus verdugos murieron asesinados frente a un piquete de fusilamiento 60 mártires vicencianos que ayer sábado fueron beatificados en el Palacio Vistalegre Arena de Madrid, por el cardenal Angelo Amanto, siendo doce de ellos de la Diócesis de Cartagena. Además de estos inocentes, formaron parte del holocausto 12 obispos, 7000 sacerdotes y religiosos, unas 300 monjas y un cuantioso número de fieles, amén de las iglesias que fueron saqueadas e incendiadas desde golpe el de Estado contra la legalidad republicana perpetrado en octubre de 1934 por el PSOE y ERC, hasta que finalizó la contienda el 1 de abril de 1939.

Estos mártires, que siguieron los pasos de San Vicente de Paúl, dieron su vida por el Señor en el pasado siglo en España, vivieron su fe, entregando sus vidas perdonando y proclamando su fe en Cristo, tal y como afirmó nuestro obispo José Manuel Lorca Planes. El martirio al que fueron sometidos estos cristianos fue tal que a algunos, como al sacerdote hijo de María José Acosta Alemán y a los sacerdotes diocesanos Pedro José Rodríguez Cabrera y Juan José Martínez Romero, después de fusilados, incluso, les pincharon con el machete del fusil y se ensañaron con sus cadáveres. A otros, como al sacerdote Pedro José Sánchez Medida, formador de los hijos de María, lo forzaron a realizar trabajos teniendo que sufrir las burlas y befas de la hez del pueblo allí congregado para posteriormente asesinarlo y dejarlo tirado en el suelo.

Además, de entre tantas torturas y tratos degradantes, ha trascendido el ejemplo vivo que nos ofrece el sacerdote diocesano Juan José Martínez Romero, hombre cabal y coherente que ajustó sus conductas mantenidas en el tiempo a sus convicciones, que supo «encontrar en el mismo sufrimiento un manantial inextinguible de sobrenaturales alegrías», ya que según se afirma en el libreto publicado por la Diócesis de Cartagena «una tarde que lo habían tenido una hora de rodillas y con los brazos en cruz, mientras lo milicianos se divertían con insultos y golpes, declaró a otro sacerdote preso: 'Yo estaba rendido del peso de mis brazos y de tantas bofetadas, pero te confieso que jamás he sentido mayor alegría, porque estaba padeciendo por Cristo'».

Por último, contarles que al seglar, hijo de María de la Medalla Milagrosa, Isidro Juan Martínez y a otros cuentan que «antes de fusilarlos los milicianos les dieron la oportunidad de gritar: '¡Muera Cristo Rey!' para poder salvarse; a lo que ellos se negaron y exclamaron: '¡Viva Cristo Rey!'». Y ahora me pregunto, con cierta desdicha, las siguientes preguntas: ¿Qué habrían gritado otros? ¿Habrían sido coherentes con sus convicciones o su fe habría sido algo meramente simbólico, como un sentimiento religioso sin mayor efecto? ¿Se entiende el ejemplo vivo de nuestros beatos y santos? ¿Se comprende mejor ahora la importancia de ser consecuente con nuestras convicciones? Por eso mismo, considero que es necesario recuperar esas conductas honorables, repletas de amor, perdidas por esta sociedad yerma, cabizbaja y aduladora de ídolos de barro, porque el suplicio de estos hijos de Dios, ayer elevados a los altares, debe servir de ejemplo para nosotros, los pecadores que campamos por este mundo alejados de Dios, de la doctrina social de la Iglesia y de las encíclicas de nuestros papas, porque «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos», tal y como se anuncia en el último libro de La Sagrada Escritura dedicado al Apocalipsis.