Ha tenido que ser un concejal socialista del Ayuntamiento de Cartagena quien amordazara las voces de los bomberos desautorizando la instalación de una bandera de España en la terraza de su sede con la que pretendían expresar su solidaridad con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado después de los acontecimientos vividos en lo que pretende ser el nuevo país vecino. Su justificación, que Cartagena es plural y podía herir sensibilidades.

En plena lucha contra la dictadura de Franco, Georges Brassens escribía en Francia uno de los textos más relevantes de la trova anarquista del siglo XX y era Paco Ibáñez quien ponía voz a la traducción de La mala reputación con lo de «cuando es la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual / pues la música militar / nunca me supo levantar», representando el antimilitarismo del momento. El verdadero problema es que si después de más de 60 años para ser rojos del todo, tenemos que situarnos todavía frente a nuestra bandera y ocultarla para defender a los que pueden estar heridos de sensibilidad, es que estamos más caducados que los yogures del fondo de mi nevera.

El problema para quienes así procesan el asunto debe ser elegir entre ponerse junto a los de la generación revolucionaria de los 60 repudiando la bandera o junto a los fachas de águila enjaulada envueltos en ella, como si no hubiera más opciones y ya no estamos en esa tesitura. España nunca ha tenido un partido de ultraderecha, como pasa en Europa, donde dar cobijo a determinadas ideologías y no falta quien asegure que están todos dentro del mismo saco. Después de acontecimientos como éste sólo nos queda dar las gracias sinceras a Cataluña por haberla liado parda estas últimas semanas y conseguir que un millón de personas salieran envueltos en la bandera de todos, en la de ellos sólos, en la de Europa y seguramente en la de cada uno de sus pueblos, a decir sin complejos que esto es España.

Dice TV3 que esa manifestación la organizaba Falange, seguramente también, pero mucho socialista y liberal se veía allí como para atribuirle el éxito a un sólo grupo o partido. He percibido esa identidad cohesionada, sin vergüenza ni reproches, junto a la bandera nacional en escasísimas ocasiones -cuando el fútbol o el automovilismo nos regala clasificación o podium y esta vez en Cataluña-, que no suene a fascistoide el «yo soy español, español, español». Habría sido imposible de no haber sido por Puigdemont.

Es el momento de todos los de aquí, de todos los de allí, de todos los que bajo esa bandera deberíamos sentirnos representados, sin más reproches ni complejos y estamos obligados a estar muy atentos a su custodia para que nadie se vuelva a apoderar nunca de lo que no le pertenece, como ocurrió durante tantos años de dictadura y de no dictadura. Cualquier comportamiento donde por defender no se yo bien a quién, nos haga ocultarla en la trastienda, contribuye activamente a que los del otro lado se empoderen, entonces se la estaremos regalando de nuevo y poco a poco.

José Bergamín, escritor y dramaturgo comprometido con la lucha del pueblo español, que vivió aquellas complicadas épocas de guerra y fratricidio, era a la vez un empecinado cristiano igual de empeñado en la redención y salvación del pueblo, como en promover el socialismo. Nos dejó aquella magistral frase: «Estoy con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más». Después de ella, seguramente reconocía la trascendencia que no reconocían sus compañeros de lucha, y una cosa nunca quitó la otra. Los complejos, en adelante, a la nevera hasta que caduquen, como mis yogures.