Nada más levantarme, este domingo me conecté a la televisión muy temprano. La preocupación inicial por la situación de Cataluña fue dando paso al estupor y el desasosiego de ver que no aprendemos nada de la historia de la humanidad, ni siquiera de la de nuestra península. Al medio día ya no pudimos soportarlo más y nos fuimos a hacer senderismo desde Cala Reona hasta la Fuente de Los Belones. Unos 16 kilómetros disfrutando de una hermosa ruta con baño incluido en las cálidas, transparentes y tranquilas aguas del Mediterráneo. El Mare Nostrum ya lleva visto mucho de nuestra civilización: mucha vida e intercambios comerciales, culturales y festivos y también mucha muerte, luchas e injusticias. Las alegrías y las penas el mar nos las baña. Al final, como decía Antonio Machado, «lo nuestro es pasar», pero no estoy tan seguro que hagamos caminos porque la mar todo lo borra.

El domingo fue un día triste donde hemos visto otra vez lo peor de nosotros mismos, nuestros fracasos en la convivencia y que se avecina una tormenta de la que no sabemos si vamos a salir fortalecidos o, como nos tememos, condolidos y desarbolados. Hay cosas que nos creíamos superadas pero que vuelven con obstinación para recordarnos que la historia no avanza hasta un mundo feliz o el triunfo final, sino que da vueltas, como las estaciones. Ya tenemos aquí el eterno retorno de las guerras fratricidas y las luchas de banderas y todo lo que creíamos superado.

Como en Duelo a garrotazos de Goya, una de esas pinturas negras que tan bien nos retrata, ya estamos de nuevo dándonos de mamporros y clavados hasta las rodillas en el terruño que creemos que por ello nos pertenece. No nos damos cuenta que nos hundiremos en él, nos asfixiaremos con las banderas en el cuello y al final no seremos más que «tierra, humo, polvo, sombra y nada», que escribió Góngora. Sólo a algunos les cantarán himnos, les levantarán un monumento y gozarán del privilegio de que los caguen las palomas durante un tiempo, hasta que lleguen otros y lo derriben con saña.

Los grandes imperios terminan cayendo, como las fronteras que nos empeñamos en levantar. Nuestra existencia es un soplo y son vanos nuestros esfuerzos por conservar las patrias intactas o levantar otras nuevas. Nada permanece salvo la fraternidad y el arte, las únicas cosas que terminan venciendo al tiempo.

Muchas cosas hacemos bien cuando nos ponemos de acuerdo, grandes logros cuando vamos a una o cuando apoyamos a los otros: a los que destacan y a los más vulnerables. Pero muchas cosas hacemos mal cuando nos asimilamos al rebaño y no seguimos a nuestro corazón y a nuestro cerebro, sino a las consignas del pastor de turno. Hace falta valor para ir a contracorriente, para ser la oveja negra y para no ir de cabeza al precipicio, por mucho que lo diga el pastor o las leyes de la Mesta.

Estamos en el siglo XXI y podríamos vivir en paz y armonía, disfrutando de todo lo que nos une y, sobre todo, enriquecidos con todo lo que nos diferencia. Cada día el mundo es más pequeño, los problemas son más generales y todos tenemos los mismos anhelos y los mismos miedos. El terruño, las patrias chicas, los nacionalismos, las banderas, los idiomas, las costumbres si no nos ayudan a comunicarnos y a unirnos, sino a separarnos, si no nos hacen más abiertos, más tolerantes, más acogedores, más justos y más humanos? más nos vale mandarlos a tomar viento.

Estamos haciendo muchas cosas mal, todos. La fórmula del fin de la especie es esa que dice: la culpa la tienen los otros. Si caemos en ella estamos perdidos. Solo nos puede salvar el diálogo, la cultura y la solidaridad. Es la única manera de enfrentarnos a la intransigencia y a la barbarie de los garrotazos entre hermanos. Solo debería haber un bando: el de la gente unida frente a los que mueven los hilos y nos calientan para que vayamos a la batalla en la defensa de 'lo nuestro', que en realidad es 'lo suyo'. Nos lían en sus guerras para cegarnos y dividirnos, pero cuando un pueblo quiere puede unirse contra todos los muros.