Si no mía de nadie. Debe ser la fatal letanía tantas veces repetida segundos antes de que la tragedia cobre la dimensión que el atacante pretende. Tal vez fuera la última frase que Rosa escuchó de su asesino, del que ahora se dirá que tenía ataques de furia o que mostraba habitualmente un carácter violento, como cuando las nubes anuncian tormenta y mecánicamente abrimos el paraguas inminente que nos librará de las cuatro gotas de sentimientos molestos y con el que pretendemos neutralizar el segundo desbordado por el dolor profundo, irreparable, sin medida, que destroza y canibaliza las entrañas de sus padres, de sus abuelos, de sus amigos... Y con auténtico pánico no nos quedará otra que ladearnos y dejar pasar a los suyos, a los que les han mutilado la vida para siempre, a los que ahora empiezan su muerte lenta, dosificando el veneno poco a poco y año a año, seguros de que nunca conseguirán volver a vivir ni despertarse al lado de quien estaba viva desde siempre y para siempre. Nada peor que sobrevivir a un hijo, dicen.

Nosotros, solidarios temporeros, nos situaremos al lado unos momentos, unos fotogramas sólo para neutralizar nuestras más profundas convicciones con la barrera suficiente que la supervivencia nos otorga y probar algo de dolor dosificado en el cuentagotas que cada uno de nosotros seamos capaces de ingerir, pero no pasará de ahí. Nunca podremos tomar su mano ni su medicina para caminar un sólo paso porque el dolor se consume siempre en sobredosis de soledad. Y cuando hayamos superado el fugaz momento de sentirnos uno, convertidos a esa especie de budismo sobrevenido, agrupados en su primer principio de que la vida es sufrimiento para enseguida dotarnos de toda la compasión necesaria para seguir, volveremos a casa y ellos quedarán contemplando la habitación de Rosa, esperando despertar de ese sueño ahora mismo o ponerle fin para siempre, ambas cosas con la misma intensidad.

No somos capaces de saber qué hacemos mal, no sabemos cómo hemos llegado hasta aquí y no nos queda otra que buscar escondites para defendernos de nosotros mismos, aunque sea detrás del escudo de la estadística, que nada mejor para homologar tragedias que llevarlas a ese indecente momento que todo lo tapa cuando una vez convertido a cifra somos capaces de dotar a la aritmética del poder salvaje de matarnos unos a otros y homologarlo.

En 2005 fueron 58 las víctimas de violencia de género, diez años después, en 2015, fueron 60 y a ese ritmo seguimos. Unas 900 mujeres han muerto a manos de sus parejas en los últimos años y ya superan a las víctimas de ETA.

Ya saben que hay gente mala por todas partes, seres embebidos del mal y capaces de todo a cambio de sentir ese momento sublime que nos encumbra al lado oscuro, ese momento de sentirnos poderosos, con la capacidad de administrar lo único realmente válido y tangible que es la vid... Y tanto nos gusta regodearnos en ese desproporcionado poder que cuando no somos capaces de ajusticiar a los demás siempre nos queda hacerlo sobre nosotros mismos, que para estadística salvaje la de los 4.000 suicidios al año... Y ese asesino que llevamos dentro, sigue estando cada día frente a nosotros en el espejo y no hay estadística que lo neutralice porque no hay cuerpo de policía ni ministerio que nos libre de nosotros mismos. Ahí está la tarea. Pero bueno, sigamos mientras mirando para otro lado que lo importante esta semana es saber si Cataluña va a ser finalmente una nación, o no.