De nuestras lecturas de los clásicos, recordamos la figura de los hidalgos que presumían de cristianos viejos, de hombres valientes de mundo, curtidos en mil lances y batallas y, sobre todo, de alta alcurnia, hacienda holgada y vida regalada. La realidad era mucho más dura, pero las apariencias eran el juego del engaño: una buena capa que todo lo tapa y unas migas de pan sobre la barba, para simular que hasta el más muerto de hambre había comido. Han pasado los siglos y se mantienen la búsqueda de las apariencias y la obsesión por la presunción de lo que siempre se carece.

Antes estaban las postales que se enviaban para dar envidia de los viajes, luego, con las cámaras de fotos, el personal se subía a una moto de alta cilindrada y las enviaba a sus allegados, dejando entrever que era suya y que vivía muy bien. Raramente la gente enviaba fotos de los momentos del trabajo en la construcción o en la fábrica sino, lógicamente, de sus paseos en un día festivo y señalado, aunque el vestido fuese prestado.

Recuerdo los primeros años de los inmigrantes magrebíes en el Campo de Cartagena. A mi estudio fotográfico traían a revelar carretes con fotos que se hacían junto a los coches grandes aparcados en las calles, incluso un chico se empeñaba en pagarme porque le hiciera una foto con mi 'mujera' de su mano. Querían presumir que todo les iba muy bien. De esto nadie se libraba, porque los naturales de la zona, en nada que se aventuraban a ser empresarios, de la construcción o de la agricultura, lo primero que siempre han hecho es comprarse un Mercedes, aunque no pagaran bien a los obreros, tan importante como un caballo para un gitano, sin duda un símbolo de estatus elevado.

El tiempo ha pasado, incluso varias crisis que en todos han causado mucha mella. Cada vez hay menos clase media, pero es cierto que los ricos cada vez lo son más y las televisiones y las redes nos presentan una vida de triunfos y culebrón de la gente guapa y todos queremos parecernos. Mientras echamos a la lotería buscando el milagro, el golpe de suerte que nos cambie la vida de pronto, el personal se recorta de lo necesario para poder presumir de lo superfluo y, a falta de juglares que divulguen nuestra fama y como no nos seleccionan para Gran Hermano, pues henos aquí colgando fotos en Facebook o en Instagram de la buena vida que nos pegamos.

Conozco algunos tipos que, como los antiguos hidalgos, bien se cuidan de ir bien trajeados, procuran acercarse al mundo de la fama, los artistas, los empresarios y los políticos de turno, se hacen fotos en el timón de los barcos o en las mesas de los restaurantes a que son invitados, con el puro en la mano, por supuesto. Dan la imagen de unos potentados pero no dejan de ser unos aprendices de la tradicional escuela picaresca española. Lo mismo se hacen fotos en los toros, que leyendo un libro de Proust para que todos nos enteremos bien de lo cultos que son y de lo bien que viven. Eso sí, como buenos hidalgos, creen que el trabajo no está hecho para sus manos y no esperes que jamás te inviten a comer ni a un café: justo el día que por fin van a hacerlo, resulta que no se han echado la cartera. Y ahí estás tú, como un gili, el pobre siempre pagando la cuenta del potentado.

El postureo tiene mil formas, pero siempre es la obsesión de poner una pose, forzada, para engrandecer el ego y engañar a los demás. De vez en cuando nos podemos hacer un selfie ante un paisaje hermoso, un monumento o con unos amigos, pero hay un momento en que la saturación de estas instantáneas es muy cargante. Es de admirar quienes comparten fotos hermosas de un viaje o de una exposición de arte, es normal que en alguna de ellas salga el autor de las mismas, pero lo que no soporto es quien siempre sale en todas ellas, por muy hermosa o hermoso que sea. Nada más aburrido que ver 'Mi visita a la exposición del maestro' y que tu careto no deje ver ni los cuadros, o 'Mi viaje a Praga' y solo fotografiarte bebiendo cerveza.