Debía de tener 7 años en la foto en blanco y negro con la banda, esa bici de ruedas macizas y el puntero atinado en la anilla que me ayuda a recordar. Era 1969 y las fiestas se montaban en la plaza del Tulipán: una gran tómbola, columpios como barcas junto a la fuente y mucho gentío. Años más tarde marcaba el día grande el motocross del Campo de la Vía y la cabalgata de las carrozas que las pandillas de adolescentes nos esmerábamos en engalanar durante el verano para que la nuestra fuera la ganadora. Nunca faltaba el padre pudiente con cocherón amplio para abordarlo y hacerlo nuestro unas cuantas semanas y decorar allí la mejor carroza del desfile.

Entre engrudo de agua y harina y papel de seda, se nos dibujaba la mágica excusa que toda pandilla quinceañera necesita ayer y hoy, que, a falta de Whatsapp, nada mejor que la cercanía real para a flor de piel permitirle a la vida abrirse camino. La gran noche la marcaba la velada de trovos, el Repuntín, el Lotero y unos jóvenes Ángel Roca y el Taxista desparpajando versos con el orden mágico que marca la quintilla durante el caos de la improvisación. El Baranda debía andar correteando por allí para luego hacerse maestro, mientras Alfonso el Levantino ponía su voz hasta casi el amanecer, sin más límite que el que marca el hartazgo del disfrute y la hora del trabajo al día siguiente, que nadie murió por ir sin dormir una vez. Los Rumisant o Paco Galián musicaban las noches de septiembre en el cine de verano de la entonces calle José Antonio y la larga espera de las lentas, que como contrabando aparecían de cuando en cuando, más escasas que los veinte duros con los que había que llegar al castillo de fuegos artificiales del último domingo.

Los Dolores encierra en su nombre ese sustantivo que huérfano de artículo hay que descomponer y sacar de contexto para quitando la mayúscula acabar siendo plural de dolor. Y uno se pregunta, cómo un pueblo puede rendir homenaje al dolor en su nombre y pasar tan desapercibido en su esencia. Es verdad que acabamos mimetizando las palabras detrás de tanta vida y sentimiento consumido porque eso sería de doloridos y los de aquí no lo somos, nunca lo fuimos. Siempre fuimos dolorenses llenando de vida un barrio fresco, alto, a donde se sube desde Cartagena y desde donde se baja a Cartagena, como si fuéramos al pueblo de al lado, a otro sitio, a otro lugar, donde el tranvía, ya eléctrico, acababa su ruta en 1907 como el punto final de la urbe; y donde las familias adineradas consumían sus veranos al fresco entre majestuosos caserones con balsas de riego y baño simultáneo que nunca necesitó control de cloro.

Las fiestas, aunque hayan ido cambiando de ubicación o de fecha, siguen ahí, como modelo en crisis intentando sobrevivir a los avatares de otro siglo porque los que ciertamente hemos cambiado somos nosotros, los dolorenses. El comercio de ultramarinos de Paco Martínez, de Ángel, de Joaquín, de Ginés el Santos, de Pepe el de la Tienda, o la carnicería del Cuco, con voraces moscas disfrutando el manjar, fueron poco a poco desplazados por los supermercados y luego por las modernas cadenas de alimentación para atender a una población multicultural, multirracial y nuevos bares. Kebabs y chinos dejaron arrinconado al Bar de Álvaro o al del Panadero.

Inevitablemente lejos quedan aquellos años donde todos encontrábamos opciones para divertirnos y será durante esta semana cuando unas pocas personas con grandes dosis de ilusión y un esfuerzo titánico intentarán recuperar lo que pudo haber sido, fue, pero que ya no es, mientras algún vecino descastado se quejará por el volumen de la música. Es lo que tiene no haber vivido el ambiente de Los Dolores hace 20, 30 ó 40 años y el que no sabe, por mucho que intentemos adaptarlo, es como el que no ve. Qué se le va a hacer.