Fui invitado por un trabajador de la Autoridad Portuaria a pasar el día en el Faro de Águilas. Observé cada rincón de la vivienda anexa con detenimiento, como el que va a comprarse una casa. El chalet estaba impecable, a todo confort, con duchas exteriores con agua caliente, dos frigoríficos, cuatro fregadores, diez camas, tres cuartos de baño, horno de leña, chimenea, aire acondicionado, calefacción por radiadores, paredes lisas, granito en la encimera de la cocina, cochera, vistas de categoría, etc.

Entre tanto no podía dejar de divisar el horizonte, algo embelesado, mientras me tomaba unas cervezas a punto de nieve y me fumaba casi dos paquetes de tabaco. Pensaba, entre otras cosas, que la Autoridad Portuaria, como organismo público, aún conserva ese halo romántico de justicia social que antes existía en las grandes compañías estatales, cuidando a sus trabajadores como si de sus hijos se tratase, de lo contrario, sería complicado que el personal de esta organización (con independencia de la categoría profesional ostentada) pudiera tener acceso a una casa de semejantes características. Además. ellos gozan de privilegios laborales, como por ejemplo dos pistas de pádel, una pista de tenis, el salón de celebraciones o los novedosos entrenamientos para la salud en el trabajo ideados por el jefe de Recursos Humanos Alfredo Fresneda e implantado por el doctor en Ciencias del Deporte, Miguel Escribano, entre tantos. ¡Qué bien! ¡Bendito monopolio!, pensé. Lo que me hizo seguir reflexionando sobre modelos de convivencia, mientras encendía otro cigarrillo y charlaba con el anfitrión.

Huelga reseñar que por desventura estas condiciones laborales han dejado de ser habituales en las empresas españolas. A cambio, ha sobrevenido una economía capitalista, con políticas socialdemócratas alejadas de la realidad social y de los intereses del pueblo español, aniquilando una clase media que con tanto esfuerzo se forjó. Todos hemos visto cómo en nuestra ciudad marítima se construyó una refinería hace muy poquito y por el contrario no se levantó ni una sola vivienda para los trabajadores. ¡Qué horror! Antes eso era impensable y no comulgaba con el espíritu de las leyes vigentes. Ustedes recordarán que para los empleados de refinería y sus familias se construyó en la dictadura un poblado, con viviendas sin hipotecas y sin desahucios, con centros docentes, cine, guaguas, campos de fútbol, hospitales privados, economatos y edificios varios por toda la ciudad. Además, esa forma de entender los derechos de los trabajadores también era posible en otros colectivos a reseñar, como para los de los astilleros de Bazán, para la Guardia Civil y para los militares, los cuales disfrutaban de clubes privados como el de oficiales, el de suboficiales y el de cabos e incluso de farmacias a precio de saldo.

De aquello ya no queda casi nada. Lo han lapidado a base de convenios de avaricia y entre estatutos de telediario. Por eso, pensaba sentado en aquel faro, gestionado por la Autoridad Portuaria, que el estar nosotros allí no solo era un privilegio, sino que era un efecto indirecto, a modo de beneficio real, de ese fin social que aún emana, como el agua limpia de un manantial, del precitado organismo público y que espero y deseo que nunca se termine en favor de las legitimadas generaciones presentes y venideras.