Recuerdo cuando mi madre nos decía aquello de «¡no tenéis sangre!», que era su manera suprema de criticar nuestra pachorra y lentitud para hacer las tareas de la casa o de la finca. Aún hoy, a sus ochenta años y aunque el cuerpo, con su artrosis y sus operaciones ya no le aguanta tanto, sigue incansable, queriéndose comer el mundo o darle de comer a todos. Al final, claro, tanta actividad pasa factura, no a ella sino a algunos nietos que, todo el día tumbados en el sofá, parece que han nacido cansados.

Los entendidos nos dicen que la adrenalina, descubierta hace más de cien años, es la hormona que nos pone las pilas, sin necesidad de cafeína ni bebidas energéticas. Si no fuera por la adrenalina el mundo sería tan pacífico que, probablemente, el género humano, de la misma pereza, no habría llegado hasta nuestros días, nos habrían comido crudos.

Siempre digo que el diseño del ser humano, pese a todo, es un verdadero prodigio que no agradecemos lo suficiente a quien corresponda, llámese ser supremo o santa evolución. La adrenalina, desde el origen de la vida, nos ha hecho estar atentos, reaccionar, saltar, huir, ponernos a salvo y contraatacar a cualquier amenaza. El corazón se nos acelera para que llegue más oxígeno a nuestro cerebro y más glucosa a nuestros músculos. Ello nos da combustible extra y nos incrementa la fuerza como si se activara el turbo, nos hace más rápidos, más certeros y más fuertes para la huida o para la lucha.

Nuestra vida sedentaria, el autocontrol, el control externo, la teletonta, el pan y fútbol, el consumismo y hasta las hipotecas, nos tienen controlados de tal manera que, como dice mi madre, parece que estamos atontados, acostumbrados a todo y sin sangre en las venas para reaccionar.

Es una situación lamentable que empeora cuando la adrenalina tiene que buscar otras válvulas de escape. Así que no reaccionamos a los peligros reales que se ciernen sobre nuestra humanidad y nos buscamos unos peligros de pacotilla y situaciones de riesgo evitables. Vamos buscando peligros para vivir emociones fuertes. A unos les da por hacer balconing, a otros por conducir como locos poniendo en peligro a los demás, y a otros por buscar peleas fácilmente ganables contra los más indefensos: los pobres, los refugiados, los niños, los ancianos o la mujer. Ya no somos los reyes de la selva y queremos aparentarlo siendo más animales que ellos, dicho sea con perdón de los animales.

Pero seguimos igual, sin sangre en las venas, aguantándolo todo lo que nos echen, bajando la cabeza ante el poderoso, no luchando contra el que nos pisotea, no enfrentándonos a quienes vienen a comernos o volviendo a votar a quienes nos roban. Lo peor es que antes venían disfrazados de cordero, pero ahora sabemos a ciencia cierta quienes son los depredadores y nuestra única reacción es la del avestruz: escondemos la cabeza y nos quedamos con el culo al aire. Estamos jodidos.

La vida, al final, no es una película de Disney donde siempre ganan los buenos, donde vuelven las lluvias y renace la vida en la selva quemada. Nuestro hábitat se está convirtiendo en una mezcla de vertedero y de infierno en llamas. Nuestros hermanos son masacrados y ahí fuera hace un calor tan grande que no hay quien tenga ganas de moverse y salir del aire acondicionado. Y no hay muerte más dulce que la de respirar el aire viciado, el humo de la indolencia.

Pero fuera siempre hay gentes con sangre. Tal vez los médicos deberían estudiar que la adrenalina se contagia y que la propia acción y movimiento nos da energías renovadas. Tajo y tarea hay: no dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy. Saltemos juntos.