Que en la misma semana dos cazadores se hayan pegado un tiro ha puesto cachondos a algunos caníbales del pensamiento único. Produce bochorno pasear de espectador por las redes de la todopoderosa libertad de expresión sin más límite que el nulo respeto a las más elementales normas habituales entre la especie humana y por las que hasta los animales muestran casi siempre más respeto, incluso sobre sus propias víctimas. Relacionar a Miguel Blesa con Melania Capitán porque los dos supuestamente se dispararon con su escopeta, es esquizofrenia.

Ella era una joven carismática que se atrevió a romper estereotipos y mostrar orgullosa su afición a esa caza que algunos denominan sencilla, legal, necesaria y ética, acostumbrada a soportar presiones, amenazas e insultos por desarrollar una actividad completamente dentro de la ley, como la que usted y yo desarrollamos cuando nos comemos un pollo o un entrecot, aunque a algunos pueda parecerle asesinato. Él debía ser otra cosa. Aunque el hecho de seguramente estar federados en el mismo deporte pueda hacerlos parecidos, yo creo que el modelo era diametralmente opuesto y puedo asegurarles que no he salido de caza con ninguno de los dos. La última vez que lo hice debía tener 10 ó 12 años, era esa época de principios de los 70 donde los jornaleros se expansionaban los domingos yendo a alguno de esos cotos abiertos que el Icona de la dictadura mantenía para equilibrar las especies y las mentes de los que trabajaban 70 horas a la semana. Eran gratis y los chavales acompañábamos a nuestros padres para después de haber puesto el pie en tierra a las cinco de la mañana y estar a las seis en el campo, andar durante varias horas y almorzar a eso de las doce dando por cerrada la actuación, volver a casa con alguna perdiz que sorprendida por la trayectoria de algún que otro perdigón perdido se dejaba capturar. Ese día había también fiesta en la cocina.

Reconozco que en mi vida he pegado un tiro, pero no por nada, ningún principio de esos de culpabilidad en este asunto, simplemente porque prefiero dedicar los domingos a otros menesteres. Igual me ocurrió con los toros. En esa época, a los chavales nos llevaban a las corridas en la plaza de toros de Cartagena -hoy derruida y declarada puerta que franquea el anfiteatro romano (que casualidad)- y nos lo pasábamos en grande de la mano de nuestros padres o abuelos viendo aquella algarabía: la banda que no dejaba de sonar con los pañuelos al aire y ese calor insoportable en el tendido de sol que era para el único que alcanzaba nuestra precaria economía. Tampoco he vuelto después y también por una razón parecida: a las cinco de la tarde un sábado o un domingo siempre encuentro otras prioridades y ninguna de ellas es el fútbol.

Llámenme raro, pero les aseguro que aun habiéndome expuesto a tan arriesgados modelos sanguinarios no tengo ni me queda trauma alguno, ningún odio ni inquina por la gente a que le gustan los toros o las cacerías. Tengo grandes amigos en los dos gremios y ni siquiera tendría problema en acompañarles un día de caza y otro a los toros... Lo del fútbol sin embargo, sigo sin superarlo.

Y cada vez ando más convencido en acudir de nuevo a esas actividades de riesgo; y no porque me gusten hoy más que ayer, sino porque lo que no puedo soportar es la criminalización que estos talibanes de la imposición de ideas hacen de aquello que no toleran ni respetan. El otro día Sabina decía que podía estar de acuerdo con todo lo que decían los antitaurinos, pero que esperaba que para cuando prohibieran los toros él estuviera bien muerto. Yo lo que espero es estar bien vivo para cuando el respeto y la tolerancia inunden el pensamiento colectivo.