Tomaba un café tranquilamente en la terraza del Bar Primera Instancia, cuando desde la acera de enfrente, donde está ubicado el Palacio de Justicia, cruzó una compañera de profesión para hablar conmigo. Me pidió, muy amablemente, que fuese con ella y con unos veinte compañeros más a fotografiarnos para la revista Interviú, ataviados todos con nuestras togas, a fin de reivindicar los derechos del turno de oficio. Yo, sabiéndome mal por ella, ya que es una luchadora nata, me negué en rotundo.

Creo con firmeza en la justicia social, así como en la gratuidad de la justicia para la sociedad civil española, más allá de en los casos y formas en los que el legislador determine e incluso más allá de los intereses públicos y privados y del Presupuesto habido para ello. En cambio no puedo creer ni creo en la manera en la que se garantiza este servicio público, aunque incomprensiblemente el grueso de la abogacía española lo defiendan a capa y espada como si de una verdad relevada se tratase.

Los abogados no somos funcionarios de carrera, ni personal a cargo de la administración, ni hemos licitado como nuestras mercantiles para ejercer ese servicio público. Somos autónomos-mutualistas y nos pagamos nuestra Seguridad Social. El Estado paga a razón de 5 euros por hora a los abogados del turno de oficio, y a más a más en concepto de subvención y con una demora vergonzosa.

No hay prestaciones por desempleo. No hay vacaciones, ni vacaciones retribuidas. No hay accidentes laborales, ni bajas por maternidad, ni derechos como el de conciliación de la vida familiar y laboral y tampoco se cotiza para la jubilación. Y pese a lo expuesto, mantienen su defensa heroica sin que exijan un nuevo modelo acorde con nuestro estado de derecho y con los tiempos de alta litigiosidad que padecemos.

Las soluciones para acabar con esta desdicha son varias: La primera, manteniendo el sistema actual, si bien consiguiendo que los letrados cobren sin demora. Se trata, simplemente de que en vez de que el Estado pague a los colegios profesionales y éstos a sus abogados del turno de oficio, se invierta la forma del cobro-pago. En este caso los colegios (en vez del Banco Santander) recibirían el dinero incautado, las tasas, las multas penales y otras partidas, para así pagar a sus colegiados y otros gastos devengados. El sobrante resultante (si lo hubiera) sería transferido a la cuenta que el estado habilite para tal fin. Es el modelo francés.

La segunda solución pasaría por eliminar el turno de oficio y crear a su vez un cuerpo de abogados que atiendan la justicia gratuita. El acceso sería por oposición. Un sistema muy similar al de los médicos para garantizar la sanidad pública. Si para éstos existe el 'MIR', para nosotros algo así como el 'AIR''. De esta forma se atendería el servicio público y las retribuciones de los letrados serían ajustadas al convenio colectivo.

La tercera solución pasaría por eliminar el turno de oficio y privatizarlo, o sea un sistema de licitación pública, muy similar al de la recogida de basura, en el que las empresas podrían ofertar sus servicios y concurrir atendiendo a un pliego de condiciones.

La cuarta solución pasaría por eliminar al turno de oficio y permitir al demandante de justicia gratuita que acuda al abogado que estime conveniente y éste a su vez impute el gasto al estado para que se lo pagase. Sistema muy similar al de las recetas médicas para con las farmacias.

Por último indicar, que si la solución segunda, tercera o cuarta se llevasen a la práctica, la mano invisible que proclamaba el padre del liberalismo económico el señor Adam Smith en su riqueza de las naciones, funcionaría, ya que el mercado al no estar inundado de subvenciones públicas se autorregularía, lo que permitiría a los abogados que se quedaran en el mercado, vivir dignamente y sin que entre ellos hubiese bolsas de pobreza; no de escasez o de apretura, sino de pobreza, tal y como denunciaba el decano del Colegio de Abogados de Cartagena, José Muelas, en su artículo 'Pobres abogados'.