El faro de Cabo de Palos lleva ahí más de 150 años. En ese tiempo seguro que sus antepasados y usted han estado dentro las mismas veces que yo: una o ninguna. Y es que siendo una propiedad pseudopública, con mucha suerte habrá conseguido subir andando o en bicicleta, pasando previamente casi de canto por la estrecha puerta que protege de ajenos y extraños lo que teóricamente es de su propiedad y habrá asomado su mirada furtiva a través de las ventanas pensando cómo debe ser la vida cuasi palaciega ahí dentro.

Medio minuto de ensimismamiento y si no es por el codazo de su acompañante se habría quedado a vivir en ese momento al menos, lo que le resta de su estresada vida. De vuelta a la realidad lo peor es saber que sus habitantes son algo parecido a funcionarios, de los de para siempre. Y es que la paradoja de la propiedad acaba convirtiendo en privado lo público y si quiere disfrutar de lo público no le quedará otra que convertirlo en privado.

Pensar que hoy se hace necesario que un hombre encienda y apague una bombilla para que los navíos no zozobren en el cabo es vivir una realidad distorsionada y por menos acaban dándote una baja psiquiátrica de largo alcance. Parece que cuatro fareros y sus familias viven ahí dentro; cierto que no soy capaz de confirmar ese extremo por más que lo leo en los medios, porque qué tendrá eso de mantener el interruptor en on para necesitar tanta mano de obra, aunque no seré yo quien cuestione el trabajo de nadie.

Lo que sí tengo claro es que si mañana dejamos todos los cargueros fondeados en la bahía de Cartagena y nos acercamos a ellos en botes repletos de personas, para a mano, con cientos de braceros, ir descargando la mercancía hasta acercarla a tierra, habremos resuelto el problema del paro en la Región para unos cien años, pero no daré ideas a la autoridad, visto lo visto.

Lo que parece evidente es que no podemos generar modelos de gestión del año 1600 porque estamos en 2017 y algo habremos avanzado. Dicen los fareros que han ganado unas oposiciones, ese es el problema de las oposiciones, que todo el mundo cree que el ser apto para algo en un momento dado y que ese puesto fuera necesario en aquel momento, nos obliga a todos a subvencionarlo con impuestos de por vida. Que se lo cuenten a las 3.000 personas que ganaron una oposición en el Banco Popular y van a la calle esta semana. Pero aún más incomprensible es que las tesis del mantenimiento de lo obsoleto y lo rancio sean defendidas por la izquierda más progresista aunque a esa petición se sume esta vez también el Movimiento Ciudadano (MC), poco sospechoso de ser de izquierdas, con su habitual criterio de no saber bien donde aprieta o donde afloja.

Con el modelo actual ya sabemos lo que tenemos: un gasto para todos alimentando la ineficiencia y sobornando el modelo evolutivo con el siempre que pasa igual sucede lo mismo y estamos completamente seguros que con este modelo nunca podremos tomar un café escuchando los rompientes del mar en uno de los lugares más bellos del mundo, salvo que nos lo llevemos en un tupper térmico y nos sentemos en la banqueta plegable uno de esos días que hayamos encontrado la puerta abierta.

Ser de izquierdas es poner lo que es único al alcance de todos, en funcionamiento operativo con ningun coste para nosotros, diseñar con lógica e inteligencia el proceso y obligar a quien lo gestione a mantener abiertas determinadas zonas, visitables para todos, generar un modelo sostenible y rentable, perfectamente estudiado y controlado para ir a éxito seguro y eso está inventado o si no, vayan a tomar un café a Casa Beltrí en Santa Ana y ahí, sentados frente a los inmensos jardines de 41.000 metros cuadrados y a la sombra del majestuoso porche modernista de 1903, lo van pensando.