No sé qué siente un valenciano al ver cómo su falla se deshace entre las llamas. Ni lo que experimenta un pamplonica al notar el aliento y hasta el pitón de un toro bravo pegados a su espalda en un encierro o al entonar el Pobre de mí que pone fin a los Sanfermines. Ni lo que disfruta un buñolense embadurnado hasta las cejas por el baño de tomate que cubre de rojo su cuerpo y su pueblo... Pero sí sé la pasión que siente un cartagenero por su Semana Santa.

La riqueza cultural y popular de nuestro país es inmensa, probablemente, única en el mundo, tanto en variedad como en cantidad y, a lo largo de la geografía española, se pueden vivir grandes momentos y experiencias, que deberíamos saborear al menos una vez en la vida. Son grandes citas festivas anuales que, en la mayoría de los pueblos y ciudades de nuestro país, se desarrollan en otras fechas, mientras que la Semana Santa en estos lugares es sólo un evento más. No hay que irse muy lejos para poner ejemplos, basta con cruzar el Puerto de la Cadena. Sinceramente, nunca he visto una procesión en la ciudad de Murcia y, por tanto, no puedo opinar sobre si son mejores o peores. Lo que sí puedo sostener sin temor a equivocarme es que las grandes fiestas de la capital de la Región, en las que sus habitantes echan el resto, son las de primavera, con el Bando de la Huerta y el Entierro de la Sardina como citas ineludibles. Y, sin menospreciar en absoluto sus desfiles pasionales, tan reconocidos con la Declaración de Interés Turístico Internacional como los cortejos cartageneros, la Semana Santa en la ciudad del Segura es un gran evento, pero no el principal.

Sin embargo, los diez días de Pasión que se viven en Cartagena desde el Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección son las jornadas más especiales que un cartagenero experimenta a lo largo del año. Son diez días en los que nos acordamos de los que ya no están, diez días que los cartageneros ausentes marcan en su calendario para regresar a casa con la familia, como en Navidad. O en los que aquellos a los que les resulta imposible hacerlo tratan de seguirlos desde la distancia, mientras dejan escapar alguna lágrima al sorprenderse a sí mismos entonando una de esas bellas marchas que se les quedaron grabadas en la cabeza cuando eran niños.

Un cartagenero siente retumbar el sonido de los tambores en su interior y, como apunta un meme que circula por las redes sociales, durante esta Semana de Pasión, no se pasea por las calles de nuestra ciudad, se desfila. «Es el mayor acontecimiento social, económico y cultural que se desarrolla en Cartagena en todo el año», escuché ayer decir al hermano mayor californio, Juan Carlos de la Cerra, quien esgrimió que no era su intención menospreciar otros eventos que se celebran en la ciudad, para concluir con un contundente: «Lo siento, pero es así».

Sin entrar en competencias absurdas, elogiando la gran labor de los festeros y los carnavaleros por crecer de forma espectacular en pocos años y engrandecer Cartagena, la historia y la tradición no dejan lugar a dudas. Pero también el presente. La implicación de los cartageneros con su Semana Santa convierte a quienes no han pisado una iglesia en todo el año en los más devotos y fervorosos. Es una conversión instantánea y momentánea, inexplicable, pero real. Una conversión que lleva al penitente a sujetar el hachote con fuerza, pese a que se le agarrota la mano y se le duermen las piernas. Que dota al portapasos de nuevos bríos cuando cree que ya no puede más y le empuja a arrimar el hombro mientras apoya la mano en el del compañero que le precede, consciente de que sin él, sin el más de centenar de hermanos que cargan con el trono, no habría pasión, ni devoción, ni nada. Sólo una fría talla de madera de gran majestuosidad artística, pero carente de sentimiento, de sentimiento de hermandad. Cuando el esfuerzo ha terminado, cuando el sacrificio ha valido la pena, toca mirar arriba, al rostro de esa imagen, aparentemente inerte, pero llena de vida. ¡Para llorar! Para llorar sin complejos y prometerle y prometerte que volverás. Y, aunque no mueva los labios, aunque no hay respuesta, aunque no la esperas, sabes que te está diciendo: «¡Aquí te espero!».

La devoción y la raigambre de la Semana Santa de Cartagena son las que la hacen única e irrepetible cada año. Porque por mucho que los tercios y tronos que desfilan sean los mismos desde hace siglos, por mucho que los momentos que se escenifican sean una copia año tras año y por mucho que las túnicas y los capuces que nos enfundamos vayan en la misma caja con el mismo número que nos adjudicaron hace algunas décadas, cada procesión es especial, cada curva es un reto y cada paso es una oportunidad para formar parte de este milagro que se vive en nuestra ciudad cada Semana de Pasión. En Cartagena, no nos jugamos la vida, pero nos sentimos vivos ante tanto orden y belleza. No nos bañamos en toneladas de tomates, sino en puro fervor y emoción. En Cartagena, no quemamos nada, pero nos arde el corazón con cada redoble del tambor. Por eso, nuestra Semana Santa es tan grande. Tan grande como nuestra Madre y Patrona, que nos espera siempre. ¡Viva la Virgen de la Caridad!