Aquella tarde del 13 de marzo de 2013 estaba resultando del todo otoñal, hacía un frío nada desdeñable y la copiosa lluvia comenzaba a retirarse justo cuando el crepúsculo vespertino cubría con su sombra la ciudad eterna.

Poco después, a las 19.07 horas y ante la multitud expectante, una densa fumata blanca procedente de la chimenea de la capilla Sixtina comenzaba a desdibujarse en el cielo, ya oscuro, gracias a una ligera ventolina del sureste. El júbilo no se hizo esperar, entre las gentes que se arremolinaban en la plaza de San Pedro, pues el mensaje estaba bien claro: esa nubecilla voluble y humeante anunciaba al mundo entero; especialmente a los cristianos católicos, que los príncipes de su Iglesia y tras la quinta votación, habían elegido al sucesor de Pedro: el pontífice número 266 de la historia.

Una hora después, a las 20.12, el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran, el prelado de más alto rango del colegio cardenalicio por orden de nombramiento, se asomaba jubiloso al balcón central de la Basílica de San Pedro para proclamar el tradicional y breve discurso: Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Eccleasiae Cardinalem Bergoglio Qui sibi nomen imposuit Franciscum.

Fueron 115 los purpurados menores de 80 años responsables de la elección del Santo Padre, en ese segundo cónclave del tercer milenio al que asistieron también otros 90 cardenales que no pudieron votar, pero que sí hubieran podido ser electos. Así pues, hoy, la noticia del día podría ser que Jorge Mario Bergoglio, el primer papa jesuita de la Iglesia Católica y también el primero latinoamericano, cumple su cuarto año de pontificado.

Podríamos convenir que el cónclave de 2013 fue atípico, puesto que no se originaba por fallecimiento de un Papa; y que se convocó pronto, dado que casi todos los miembros del sacro colegio estaban en Roma para despedir a Benedicto XVI; el obispo de Roma que unos días antes, el 28 de febrero, había hecho efectiva su renuncia a la cátedra del Pescador: la primera producida desde el pontificado de Gregorio XII en 1415. Así pues, tras 13 días con la Iglesia sumida en el periodo de sede vacante, aquel conclave iniciado a las 17:40 del día anterior (12 de marzo), duraba poco más de 24 horas.

Sin duda, estos cuatro años han dejado algunas cicatrices en el rostro de un Francisco, ya octogenario, que percibe en la soledad de su responsabilidad lo rápido que transcurre este tiempo mundano, frente al lento peregrinar de los cambios que él quisiera para nuestra Iglesia. De lo dicho por él hasta hoy, habría que quedarse con casi todo por la claridad y la sencillez de su mensaje, pero me gustaría rescatar unas palabras que pertenecen a la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, su primer documento oficial de noviembre de 2013, que versa sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual: «La cultura del bienestar nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un espectáculo que de ninguna manera nos altera».

Francisco también anunció en 2013, que pensaba que su pontificado no se extendería más de cuatro o cinco años; esperemos que en esto, al menos, no lleve razón porque la impronta que está legando a los 2.300 millones de cristianos, es muy profunda.