Los que somos de la generación en que en el recreo nos corrían a gorrazos, y no nos ha quedado trauma, no entendemos bien qué está pasando. Es verdad que cada día le tocaba a uno y ahí seguramente radique alguna de las importantes diferencias, que hasta el grandullón pillaba cuando a primera hora su nombre aparecía grabado con tinta no negociable en los papelitos cruzados entre mesas.

Era la ventaja de no tener Whatsapp, la cosa caducaba en horas, no dejaba rastro, empezaba a las once y duraba un cuarto de bocadillo. Al día siguiente se cambiaban los papeles y en lo que siempre había unanimidad era en que no valía repetir. Aquello quedaba como entrenamiento teatralizado de lo que tocaría gestionar en esa aun lejana vida de adultos que llegaría inevitablemente a trompicones. Ya en ella, homologamos las novatadas en el colegio mayor, en la universidad y por último hasta en el propio ejército y ahora pretendemos que en una década los niños se lleven como hermanos, y así lo hacen; todo el día peleándose.

Algunos perfeccionan lo violento de su ADN con clases de refuerzo en casa ejerciendo de atentos observadores en alguna que otra paliza entre gritos y portazos, por no hablar de los muertos que por semana cocinan en las noticias sus mayores. Eludir que la violencia está en la naturaleza humana es no saber quiénes somos. Pretender que no esté presente en nuestro hijo es como querer que se parezca a ese finlandés guapo y educado que conocimos aquel verano de crucero, pero que sea hijo nuestro, eso sí, que con esas cosas no se juega, aunque sabemos que todo no puede ser verdad a la vez.

Reconocido el principio, no queda otra que gestionar nuestras debilidades y ahí es donde peor lo hacemos. No hay competencias estatales, no hay protocolos serios, no hay voluntad política. Murcia está a la cabeza del acoso escolar en España con una tasa por encima del 12%. Esto es sólo una cifra, pero si quieren entenderla bien pónganse en la entrada del colegio de su barrio y vayan contado niños, cada veinte que pasen, retengan a tres a su lado. Cuando cierren las puertas, todos los que estén con usted serán aritméticamente víctimas de acoso escolar y ese día estarán salvados. Lo peor es la otra cuenta: todos los que han entrado podrían supuestamente ser sospechosos de acosadores.

El maltratador de género lo hace sólo, a escondidas, inadvertidamente, pero para el acoso escolar se necesitan cómplices, que se sepa y se divulgue, pero sobre todo que un 80% no actúe y quede neutralizado en origen como espectador inútil, mientras en el baño, en el patio o en el grupo de Whatsapp machacan y humillan a uno de los tuyos.

Ése es el verdadero problema de esta estadística: estamos creando monstruos insolidarios a granel, porque sin ellos mirando para otro lado, el acoso sería imposible, y pretender actuar sólo sobre los acosadores es no atreverse a resolver el problema. La verdadera correctora está sobre el resto, sobre quienes tienen que ejercer la protección a los débiles, sobre los que tienen que entender que la solidaridad es el único principio válido para gestionar esta sociedad a futuro, sobre los que tienen que atreverse a jugársela por el de al lado y enfrentarse a los que creen que gritando más fuerte tienen más razón, porque evitar que existan pervertidos es imposible, pero que la abrumante mayoría vaya a lo insolidariamente suyo es insultantemente inadmisible. Ése será el único modo de atajar la violencia en general, la de género, la escolar, la laboral, teniendo un verdadero y comprometido policía al lado, de los que no cobran, de los que lo hacen porque tienen en lo profundo el convencimiento de que lo que no está bien, no se puede dejar pasar y que mirando para otro lado somos igual que ellos. Este sería nuestro mejor protocolo.