Me gusta escribir de la esperanza, aunque no soy dado a edulcorar la realidad que nos rodea. Asumir y desvelar las tinieblas no es sino una forma de intentar abrir la ventana y vislumbrar un mejor horizonte, incluso de animar a la tarea de luchar por un mundo mejor. Pero hay veces que el dolor es insoportable y la desesperanza se apodera de quienes sufren y hasta de quienes se compadecen con ellos. La tragedia está a la vuelta de la esquina, por más que miremos a otro lado, al final nos topamos de lleno con la cruda realidad de la sinrazón de la muerte y de la brevedad de la vida.

Admiro la inmensa labor de los psicólogos y gentes de fe que se entregan a la urgente labor de ayudar y acompañar en el dolor a los familiares que han perdido a un ser querido. No hay abrazos suficientes, ni hombros que aguanten los ríos de lágrimas, ni el desgarro de quienes sufren el más insoportable de los dolores: ver morir a un hijo. No estamos programados ni educados para ello. Me pongo en la piel de estos padres de Torre Pacheco y de tantos otros de nuestro mundo que ven morir a sus hijos en una carretera, un naufragio o una guerra, y solo se me ocurre la locura como precipicio insalvable.

Hoy me es difícil concentrarme en otra cosa o sacar un pozal de agua de mi aljibe que alivie la sed de nadie. Todas mis palabras me resuenan a huecas porque uno, realmente, no sabe qué decir. No hay consuelo para estas familias, ni para sus amigos ni para sus vecinos. No hay lección que aprender, ni siquiera esa de que hay que extremar la precaución o que hay que ir menos rápido por la vida€ No creo en el destino, ni tampoco que sea voluntad de ningún dios que estas cosas sucedan. Ante el mayor de los infortunios, sólo se me ocurre decir esa frase tan tópica pero que muestra una sabiduría de milenios: no somos nadie. Que me perdone Menandro, que dijo aquello de que «los elegidos de los dioses mueren jóvenes», pero más bien esto parece el mayor de los castigos al que se puede enfrentar el género humano.

Es cierto que estos cinco chicos se nos han ido en pleno apogeo de vitalidad y juventud, y eso nunca se lo podrán quitar de la cabeza quienes los amaron. Por eso es muy difícil hacerse a la idea de la muerte, ya de por sí absurda y cruel, porque estos chicos nunca se irán del todo y siempre permanecerán dentro de quienes los conocieron€ Pero lo que no nos entra en la cabeza es que ellos, como ángeles, se han ido volando y no lo verán. Ni siquiera les ha dado tiempo de decir, como Francisco de Asís, aquello de «bienvenida hermana Muerte», porque todo ha sido un suspiro para ellos: la vida y su marcha, repentina como todo lo absurdo.

Estos días todos estamos conmocionados, quienes los conocieron, quienes los amaron y quienes nos hacemos cargo porque nos ponemos en su lugar. Quienes tenemos hijos en esa edad adolescente sabemos lo que es no vivir cada vez que salen y no han vuelto de madrugada. Es cierto que son mayores de edad, es cierto que tienen que volar, que la vida es para vivirla y que no es solución no salir del nido ni de las faldas de una madre, es cierto. Pero la vida, a veces, es un sin vivir.

A nuestro dios y a nuestros santos nos encomendamos en los momentos cruciales de nuestra vida. Durante miles de años les hemos pedido protección y que nos concediesen el privilegio de ser nosotros quienes escapen de las penurias y del horror. Cuando nos toca les increpamos y hasta perdemos la fe: ¿por qué me has abandonado? Y es entonces cuando solo obtenemos el silencio por respuesta. Al menos nos quedan los abrazos de los demás que, a veces, son un bálsamo divino.