La Asociación Empresarial Cabezo Beaza (AECAB), presidida por Francisco Bernal, reconoció en su comida de Navidad, por decisión unánime de la Junta Directiva, el trabajo altruista de Antonio Casado Herrera, otorgándole la insignia de oro de la organización como persona representativa de la misma y por ser uno de los colaboradores que más han ayudado con la institución, fomentando el asociacionismo, el compañerismo y la amistad entre los empresarios, tal y como explica el que fuera presidente del polígono, Leandro Sánchez-Briz.

En una España como la actual, donde el honor y la imagen del caballero parecen haber pasado a un segundo plano en favor del famoseo de reality y el título académico sin mérito, se hace necesario contar ejemplos de superación como el del señor Antonio Casado, de quien mi hermana y yo tenemos el honor de ser sus hijos y de conocer su ejemplo vivo. Les cuento su historia porque, hoy más que nunca, lo merece.

Antonio nació en Archidona (Málaga) en una humilde casa de campo donde no había ni luz, ni agua, ni hospitales limítrofes. Cuando él contaba cinco o seis años de edad, ayudaba en la tienda del pueblo donde su madre, la señora Josefa, y su hermana Eulogia (la mayor de ocho) gestionaban la misma, mientras su padre las pasaba canutas en Alemania para enviarles un puñado de marcos. Dada la precaria situación de entonces, tuvieron que emigrar de su pueblo natal a Barcelona, en busca de una vida mejor. Allá, mi padre trabajó en una fábrica entre 10 y 16 horas al día, cuando aún no había cumplido ni los catorce años de edad. Tiempo después se colocó en un bar de la zona, en el que libraba tan sólo dos días al año, y en el que tuvo que permanecer hasta que su padre montó un restaurante donde toda la familia trabajó al completo.

Recién casado, Antonio llegó a Cartagena, de donde ya nunca se marcharía, para realizar el servicio militar obligatorio, con una mano delante y no sé cuántas detrás. Sin un duro en los bolsillos, aunque sin perder la sonrisa de pillo que le caracteriza. Finalizó un año y medio de mili en el Cuartel de Instrucción de Marinería, licenciándose como marinero de primera, mientras mi madre, Antonia Mena Corral, limpiaba escaleras para salir adelante.

Poco a poco, con tesón y esfuerzo y con la máxima de tener su matrimonio unido pasara lo que pasara, fueron remontándose. Antonio empezó a trabajar en la peña taurina de Manuel Juárez, donde volvió a retomar sus labores como camarero. Tiempo después tuvo la oportunidad de encargarse de la llevanza de la cantina del instituto Isaac Peral, donde permanecería durante doce años. Mientras tanto, su esposa, montó la empresa Limpiezas Venus, en la que Antonio ayudaba en sus ratos de descanso o días libres.

Cuando Limpiezas Venus cumplió sus diez años de existencia, Antonio abandonó la cantina del instituto y se incorporó junto a su mujer como gerente de la misma. Entre los dos fueron creciendo cada día más, hasta el punto de que abrió la mercantil Venus Extintores y llegaron a emplear entre las dos empresas alrededor de 60 trabajadores, trasladando sus instalaciones desde la calle San Diego al polígono industrial Cabezo Beaza. Lugar donde, precisamente hoy, 22 años más tarde, la junta directiva antes mencionada le rinde homenaje público por su esfuerzo, dedicación y enorme valía, entregándole la insignia-escudo que representa el Monte Cabezo acompañado por una gaviota. Porque así es Antonio, un hombre luchador, capaz de subir montañas y volar bien alto.