No me diga que a usted también se lo han chafado. Aún no era enero y ya habíamos desguazado los rojos del calendario laboral de este casi acabado 2016 y el subidón se hizo carne cuando adivinamos el acueducto que nos dejaba la Constitución del 6 con la pura e Inmaculada siempre concebida en fecha de 8 de diciembre, como esas pocas cosas en la vida que da igual como las gestiones, del derecho o del revés, que lo empieces por donde lo empieces y lo acabes por donde lo acabes la satisfacción está garantizada.

Elegí los días del principio y lo primero fue convencer a los compañeros de trabajo. Desde abril negociando. Te cambio el 5 y el 7 por doce docenas de tarta de la abuela los martes y jueves de abril a noviembre y subo a catorce guardias en sábado; después trabajarse al jefe, con cuidado, nueve semanas y media atrás dorándole la píldora, entrando el primero y saliendo el último; y lo más complicado, conseguir un vuelo a Tenerife que pudiera pagarse, con hotel y media pensión, que para la otra media gestionamos bocadillos; para culminar convenciendo a la suegra de que esta vez no podía venirse, que el avión no lleva plaza de Imserso.

Cuando estaba todo mágicamente estructurado y contando las horas, llega el jueves mi Pablito, el que por los pelos ha conseguido llegar a cuarto de la ESO esquivando suspensos con quejas y notas a casa de todos y todas los tutores y tutoras; el que dicen que es listo como el hambre, pero que se aburre con los libros más que un sapo de cerámica, me dice: «Papá me han puesto un examen el lunes y otro el miércoles y además me ha dicho el profe, ese de barba y mala leche que siempre me suspende y al que le caes fatal, que te diga que no es un examen cualquiera, que es importante, fundamental, esencial, cardinal y que me juego el curso». Una película a velocidad de vértigo pasa por la mente y uno no sabe si tirarse al tren o al de filosofía mientras la vida se desliza como un tobogán en lenguaje inverso cargado de improperios para acabar bañados hasta el cuello en la misma mierda de la que como un paréntesis irrealizable se planteaba la escapada esos días del 4 al 8.

Desde los 3 años en el cole, y ya con 16, que parece que fue ayer cuando nos mudamos de casa para que el censo nos diera los puntos que nos faltaban y entrar en ese súper happy school de colegio. 13 años a 8 exámenes al mes, más de 1.000 en su pizca de vida y va a resultar que éste era el definitivo, el que dirimía su futuro, el que determinaba que la oposición de notario o abogado del estado estuviera casi ganada a sus 16 años, el que definitivamente le alejaba para siempre de licenciarse en el McDonald's por 400 euros al mes, el que le eximia de que una vez doctorado en derecho tuviera que pasarse hasta los 42 de becario en ese despacho de nombres compuestos y asociados donde su tío se dejó la vida hasta los 45 por cuatro perras creyendo que luego estaría hasta los 65 exprimiendo becarios que trabajarían mientras él miraba, igual que él lo hizo para otros antes. Cuando llevaba dos años de mirón, a los 47, le pegó el infarto y se quedó criando malvas y sin novia, que le había dejado 12 años antes cansada de esperarle hasta las tantas y ya no le dio tiempo a encontrar repuesto. O tal vez sería ese el examen que le libraría de terminar poniendo copas en Londres con su título de ingeniero en polímeros y derivados en el bolsillo.

El caso es que entré en modo reflexión profunda, en espiral irrefrenable entre el sentido común y el inconformismo, me armé de valor, como en aquella manifestación de los 80, y me presenté al de filosofía a la hora del recreo y le dije: «Mire, no nos puede hacer esto, es el puente de nuestro año, de nuestra vida, de nuestros sueños, así que el examen del lunes y del miércoles se lo pone usted a Pablito el viernes y asunto resuelto». Y con toda la filosofía del mundo, aquel filósofo me contestó: «Imposible, porque ese viernes me voy de puente».