He recibido una comunicación en la que el supermercado me felicita por el aniversario de mi nacimiento. También una compañía con la que tengo contratado un seguro y otra empresa con la que he tenido alguna relación repiten el gesto. Como no recuerdo haberles informado de la fecha de mi nacimiento, deduzco que la han sacado de mi DNI, que alguna vez habrá pasado por sus cajas registradoras. La anécdota es solo la punta de un iceberg. Yo mismo quedaría asombrado si supiese la cantidad de datos personales que circulan por los sistemas informáticos. Datos que en la actualidad tienen un precio porque hay un mercado que los solicita. Todo el que se dedica a la propaganda directa sabe que esta no puede mandarse indiscriminadamente, sino que ha de dirigirse a clientes potenciales, y existen empresas que se dedican a comprar y a vender estos datos. Una gran empresa española denunció que, después de entregar a una imprenta una relación de varios centenares de empleados con sus cargos y lugar donde prestaban sus servicios para que les confeccionase tarjetas de visita uniformes, la imprenta se había guardado copia de las listas, se supone que con finalidades comerciales.

Claro que si sigo viviendo tranquilo es porque confío en la discreción de las agencias que manejan mis datos, pero cada vez más se trata de un acto de fe. Cuando era joven, los datos de mi cuenta corriente figuraban en un libro al que solo el cajero y el director de la sucursal tenían acceso. Hoy los datos se guardan en un sistema informatizado al que, al menos en teoría, todos los empleados del banco tienen acceso, y a los que habría que añadir los piratas que logren romper la clave. Y lo que digo de mis datos bancarios lo puedo repetir de los que guarda Hacienda o los que guarda el sistema sanitario o de mi ficha policial, supuesto que la tenga. Parece que los únicos datos que pueden escapar al conocimiento del Gran Hermano son las cuentas reservadas en el Gran Caimán o en paraísos semejantes.

Y, al mismo tiempo que mis datos personales son cada vez menos privados, me llegan más mensajes que invaden y perturban mi privacidad. No me refiero solo a los que se cuelan en las emisiones de televisión, que después de todo puedo hartarme y no encenderla, me refiero a las llamadas telefónicas no deseadas, desde encuestas por teléfono a ofertas para aprender inglés y, también y sobre todo, a los mensajes informáticos basura que están aumentando en forma exponencial. Y no me digan que puedo rechazarlos, porque no puedo, ni que basta con borrarlos, porque cada vez cuesta más tiempo eliminarlos. Añoro el tiempo en que bastaba cerrar la puerta de casa para asegurarse una sólida y confortable privacidad.

¡La Guerra, qué horror!

Julian del Olmo es cura, periodista, poeta y mil cosas más. Me ha impresionado esta carta suya. Me ha ayudado a ver en qué mundo vivo. Me ha empujado a afinar el amor a mis hermanos. ¿Y a usted?

«Estoy en Liberia, en la frontera de Costa de Marfil, en un campo de refugiados donde viven, como náufragos en un mar de plásticos, trescientas veinte familias. Visito la escuela, una tienda de lona de cincuenta metros cuadrados en la que se apiñan doscientos niños y niñas de entre cuatro y dieciséis años. No hay pupitres, ni libros. Los alumnos solo disponen de cuaderno y bolígrafo. El profesor es un misionero jesuita que hace de maestro y psicólogo. Hoy ha ordenado a los alumnos que dibujen en una hoja del cuaderno las imágenes que tienen grabadas en su mente y en su corazón.

Veo las caras de los niños, pero tengo curiosidad de ver sus dibujos. Recorro con la mirada los cuadernos: una casita ardiendo, hombres armados asaltando un poblado, una mujer sangrando sobre el papel, una niña tapándose los ojos con las manos para no ver el horror, una madre huyendo con sus hijos por un camino que se pierde por la parte baja del cuaderno, un pueblo vacío, un coche cargado de militares? Se me ocurre que estos dibujos deberían estar en los museos de arte y ensayo contemporáneos, aunque dudo que haya alguien interesado en conocer estas obras del puro y duro realismo que enseñan nuestras vergüenzas».