Deje el móvil. Ya. Suéltelo. Apáguelo. Ahora mismo. Seguro que lo está usando en este momento. Igual hasta está leyendo estas líneas en él. O lo tiene al lado. O metido en el bolsillo. ¿A qué espera? Aléjelo de usted. Es su enemigo. Levante la cabeza y mire a su alrededor. ¿No se da cuenta de lo que se está perdiendo? ¿Acaso no ve que todo el tiempo que gasta, que malgasta, curioseando en la dichosa pantallita no lo va a recuperar? ¡Nunca! ¿Es consciente de lo que pone en riesgo? Desconéctese de esa red virtual que le atrapa como si fuera una tela de araña, que amenaza su vida. Enchúfese al mundo real. No viva la vida de los demás. Saboree la suya. Le puede costar su matrimonio. Sí, es algo que ya sabíamos, pero esta semana lo hemos palpado al enterarnos de que la adicción a las nuevas tecnologías y, en concreto a whatsapp, se ha convertido en causa de nulidad matrimonial, como ha advertido el vicario judicial de la Diócesis de Cartagena, Gil José Sáez.

Creo que, en mayor o menor medida, todos abusamos del móvil. El aparatito ha supuesto un gran avance y su correcto uso es más que beneficioso, pero no me negarán que, en ocasiones, no tienen ganas de lanzarlo por la ventana y olvidarse de él para siempre. Nunca antes hemos dispuesto de unos medios para comunicarnos tan avanzados que, a la vez, nos hacen estar tan incomunicados. Y yo no voy a lanzar la primera piedra. Porque lo primero que hacemos muchos de nosotros nada más levantarnos es coger el smartphone a la caza de los mensajes de whatsapp o de los ´me gusta´ y los comentarios de Facebook. Tan enganchados estamos que no sólo destroza matrimonios, también le robamos tiempo a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestro ocio. Agarrar el móvil con las dos manos y pegar la vista en él nos priva de hablar con la mujer que un día elegimos para que fuera nuestra esposa, de coger su mano y acariciarla, de sentir su presencia, su compañía, su amor. Y de darle el nuestro. Nos priva de jugar con nuestros hijos, de estudiar con ellos, de cuidarles, de mimarles y darles el cariño y la atención que nos reclaman, De quedar con nuestros amigos, de tomar con ellos ese café que hace siglos que tenemos pendiente. Nos priva de imbuirnos en ese libro que nos gustaría leer o de ponernos por fin esa peli que siempre hemos querido ver. Las nuevas tecnologías nos dan mucho, pero si no las manejamos bien, nos pueden quitar lo más importante. El problema es que a este día a día frenético se ha sumado una sobrecomunicación descontrolada y absurda que nos lleva a perdernos en nimiedades, a preocuparnos por cuestiones intranscendentes y a hacer montañas de pequeños granos de arena.

¿Qué importa si el Mar Menor agoniza? ¿De qué sirve contar con los 320 millones de euros que, según un estudio de la UPCT, el Gobierno regional ha dejado de enviar a los cartageneros? ¿Para qué recuperar el supuesto cartagenerismo perdido gracias al impulso de nuestro alcalde, como ha afirmado uno de sus antecesores, Antonio Vallejo? ¿Por qué defender la provincia de Cartagena, la llegada del AVE, la culminación del Palacio de Deportes o del Corredor Mediterráneo? ¿Qué más da si habilitamos o no un botellódromo donde nuestros jóvenes y adolescentes beban descontroladamente controlados? ¿Qué importa quién se haga con el cine Central para resucitarlo? ¿Para qué montar el árbol y colocar el Belén y los adornos de Navidad o gastarnos hasta el alma en los regalos de Reyes? ¿Qué sentido tiene invertir los 603.856 euros en comprar la casa más cara de Cartagena, ubicada en la calle Pintor Balaca? ¿Para qué vivir, si somos incapaces de compartirlo con los demás, con los que tenemos cerca y lo hacemos a través de una pantalla de cinco pulgadas?

Abracemos la vida, como hicieron el pasado domingo los miembros del colectivo Cáncer y Vida por las calles del centro. No hacen falta grandes gestos. Basta con salir un poco de uno mismo, de dejar de mirarse el ombligo, de pensar que los insignificantes problemas de uno son lo más importante del Universo. Basta con salir de esa pantallita en la que nos hemos metido y mirar más allá y ver que hay gente a nuestro lado y que necesita que la miremos, que le hablemos, que la toquemos. Que la queramos y la dejemos querernos. Porque no estarán ahí siempre.