Después de un tiempo de hablar del pasado, del patrimonio que la historia nos ha regalado, puede que sea el momento de hablar del futuro del arte. El atrevimiento puede incitar a producir un pronostico acerca de que ocurrirá en los tiempos venideros. No debemos caer en la soberbia del infalible vidente, porque es imposible que lo adivinemos. Como decía Robert Hughes, «la historia nos enseña una cosa cierta; cuando los críticos sacan la bola de cristal e intentan adivinar como será el futuro, casi siempre se equivocan. No creo que existan precedentes de una carrera hacia la insignificancia como la que hemos visto en los últimos quince años en el nombre del futuro de la historia».

El pop-art de los años sesenta y setenta, con el tiempo, resultó ser una especie de espectáculo necio y huero, una violenta visión futura, que eliminaba el sentimiento de la producción cultural. Espero no tener que ver más una montaña de escombros, una serie de cuadros de botes de sopa de tomate o una pretenciosa perfomance, hasta la palabra suena mal, con la petulante e infantil intención de cambiar la sociedad, la misma sociedad que financia su supuesta producción intelectual. Pero lo que debe conectar lo moderno y lo antiguo es que el arte debe hacer del mundo algo comprensible y completo, empleando los sentimientos para hacer propios los significados del otro. Evidentemente sería imposible que se derive de una cultura asamblearia. El protagonismo lo sustenta la persona mediante la propia interpretación de la historia.

Pero es obvio que para hablar del futuro es indispensable conocer el pasado. Leonardo da Vinci sugería que la pintura era «cosa mental» sentando las bases para distanciarla de la tecnología artesanal vinculada al dominio de una técnica formal, ya que las artes plásticas trabajan con ideas plasmadas de manera visual. Por tanto, cuando en la historia de las tecnologías aparece una que se vincula naturalmente al tratamiento, a un registro visual de la información, del saber, de ideas y de contenidos, el arte se adapta de manera inconsciente al nuevo medio, haciendo de ello territorio de indagaciones propias.

La búsqueda de la originalidad, como paradigma de lo moderno, como proyección en el futuro, laureando simplemente lo inesperado o inexplicable, suele desvelar simplemente lo olvidado, la memoria rescatada del profundo abismo en el que todo se amalgama y sintetiza. La valoración de la obra basada en la originalidad es determinante y encamina al creador a la repetida provocación, hasta conseguir la habituación seguida de la indiferencia. Si los clásicos de la provocación resucitaran ya no podrían conseguir su objetivo. Por tanto, la vana originalidad es consustancial con una obsolescencia acelerada, que apenas empezado a apreciar una obra, las siguientes vanguardias anuncian su superación.

Posiblemente el futuro del arte se sustentará en la accesibilidad. Acceso entendido no sólo desde el punto de vista del arte urbano, sino a todos los demás tipos de arte gestados en diferentes entornos sociales y económicos. Abrir la producción artística no sólo a una élite, a gente estudiada, coleccionistas con suficiente dinero, aquellos interesados en pisar un museo o una galería. El futuro el arte deberá ser más abierto, no pertenecerá únicamente a ese pequeño sector de carácter elitista, deberá ser para todos y ahí radicará la mayor diferencia.

Pero la accesibilidad no debe provenir del descenso de las artes y sus conceptos. Debemos trabajar para que en el futuro se entienda que el gusto por el arte y la cultura es algo que se inculca desde la infancia. De esta manera será natural la familiaridad de la relación entre el individuo y la cultura, trasformándola en algo atractivo.