Tenía yo 16 años cuando, en 1980, se nos fue Enrique Gabriel Navarro, mi maestro de dibujo en el Instituto Isaac Peral y de pintura en el estudio que compartía con Ramón Alonso Luzzy. La casualidad hace que ahora, cuando se acaban de inaugurar esta antológica de sus obras, tenga yo la misma edad que él tenía cuando «vino a morirse cuando se hallaba, como tantas veces ocurre, con la llave del enigma», según escribió el crítico Santiago Amón.

Recuerdo que cuando entrábamos a clase siempre nos lo encontrábamos ensimismado y dibujando en la pizarra con su seriedad característica. Cuando llegábamos todos, el maestro borraba y se disponía a dibujar lo que a nosotros nos tocaba: las diferentes perspectivas del dibujo lineal. Por eso a mí me gustaba llegar un ratico antes, para verlo. A las pocas clases se volvió y me dijo: «Me tienes que enseñar las cosas que tú pintas en tu casa». Nadie se lo había dicho, pero me lo adivinó por la manera de mirar. Insistió en que tomase clases en el estudio, pese a mis inconvenientes por vivir en Pozo Estrecho y no haber más que un autobús para volver de Cartagena y disponer mi familia sólo de la moto de mi padre para ir a recogerme.

La inauguración de la muestra que podemos disfrutar en el Palacio Consistorial, en el Museo del Teatro Romano y en la sala de Cajamurcia ha sido un acto merecido hacia él. En el Ayuntamiento podemos disfrutar de sus obras de caballete y su maestría al óleo, constatando su evolución desde el dominio de la figuración, los bodegones, el cultivo de la pintura al natural de los paisajes cartageneros, con sus molinos de viento, sus campos y temas marinos, hasta sus últimas y emocionantes obras abstractas, sin abandonar su particular visión de los barcos y las flores.

En el Teatro Romano podemos ver sus obras murales, con sus bocetos previos de obras muy importantes para la ciudad como el mural del Parque Torres, el de la Asamblea Regional o el del puerto de Santa Lucía, ejemplos de lo mucho que trabajó con estas obras alegóricas en numerosos edificios públicos y privados, desparramando su arte y su imaginación y haciéndolo accesible a los ciudadanos. En la sala de Cajamurcia se puede ver su maestría para con el retrato de personajes de la época y de miembros de su familia.

Emotivos momentos los que vivimos en la inauguración de esta antológica que ningún cartagenero ha de perderse. Su obra sigue viva, como ese impresionante retrato en verdes de su mujer Josefina Carretero, tan clásico como una Mona Lisa cartagenera y tan moderno como la nueva figuración que ahora vuelve. Tuve el honor de hacerle unas fotos a María Teresa Cervantes Gutiérrez y a María José Rodero Paterna al lado de sus respectivos retratos realizados por el maestro, muchos años antes. Cosa que también hice con sus nietos y sus cuatro hijos: Rafael, Miguel Ángel, Gabriel y Enrique Vicente, su heredero en el viejo estudio y comisario de la exposición.

Personalmente me he reencontrado conmigo mismo. Hacía mucho tiempo que no contemplaba las obras de Enrique y, ahora, como con ojos nuevos, veo que sus cuadros siguen vivos y que él está ahí, en ellos. Veo su influencia en muchos artistas posteriores y, especialmente, me reconozco en esa paleta llena de luz y de color, en esos colores 'neofauvistas', en esos amarillos, violetas, púrpuras, azules que, he de confesarlo, eran suyos, como esa búsqueda de lo eterno en lo efímero. Puede que yo también le deba a él, en cierta medida, parte de cómo yo he sido. Siempre admiré su presencia comprometida en la vida cultural y social, como en el colectivo Abraxas, y ahora me he vuelto a ver reflejado en su pasión por la modernidad sin desdén de nuestras raíces. Enrique sigue siendo mi maestro.