Nos pasamos la vida pidiendo y cuando por fin nos llega, la mayor parte de las veces, no estamos preparados para recibir los dones que se nos otorgan. Qué les voy a contar, con la de casos que hicieron la desgracia de los que en un momento determinado consiguieron aquello que era la envidia de todos y al poco tiempo nos compadecimos de ellos viéndoles tirados por las esquinas, mientras para nosotros la vida había pasado silenciosamente, que es el mejor modo por el que la vida puede transcurrir.

Decía Sabina de Cristina Onassis que «era tan pobre que no tenía más que dinero» y Victor Manuel cantaba aquello de «déjame en paz que no me quiero salvar». Sin embargo -por suerte está en nuestra naturaleza- la especie humana se empeña en hacer el bien y en una de esas acabamos eligiendo salvar a quien no se quiere salvar o, mejor, tal vez a quien no esté preparado para recibir lo que queremos darle, que es condición primera para que el asunto del dar cumpla su función. Y como si sólo dependiera de quien da acabamos decidiendo unilateralmente sobre lo que nos queda más a mano y muchas veces imponiendo lo que de ninguna manera podemos decidir sólo de un lado.

Casi nunca se nos ocurre darle algo a quien no lo ha pedido, pero el tema se complica cuando en nuestra generosidad damos todo a quien no supo bien lo que estaba pidiendo, o peor, nos vinimos arriba dibujando el entorno que más nos satisfacía a nosotros en la cosa del dar, sin preguntar de vuelta en la cosa del recibir... Esa especie de egoísmo altruista que a veces acaba complicando el ciclo.

Estoy seguro que muchas veces se han visto en esa situación y los que la hayan vivido convendrán conmigo que nada hay más frustrante que creer que haces lo correcto cuando en poco tiempo acabas en el completo convencimiento de que era imposible hacerlo peor. Seguro que recuerdan el caso del refugiado de la zancadilla, que por pura ´causalidad´, esa innegociable ley de causa y efecto, una pierna al través y a tiempo fue suficiente para dar la vuelta al mundo.

La singularidad, como ocurrió con el niño del naufragio, siempre hace que la solidaridad se cebe con los casos que mejor nos vienen, los más mediáticos, como punta de lanza de lo que no vemos y que nos gustaría se ejemplarizase y multiplicase como panes y peces infinitos hasta industrializar el proceso de zancadilla, refugiado, trabajo, vida feliz.

Alguien se ocupó de que llegara a España, que un organismo solvente le contratara, que a medio camino entre la solidaridad, la compasión y el compromiso social, se le librara un sueldo de 2.500 euros entre el directo, gastos, facturas de luz, agua, internet, hasta dentistas y ropa y 700 euros para que el refugiado pudiera enviarlos a su familia.

Pasado un año no había aprendido ni papa de español, mientras sus dos hijos, en el mismo tiempo, se defendían como pez en el agua. El presidente de la empresa que le contrató dice que tiene toda la intención de mantener la oferta de trabajo, pero que necesita hablar más de dos palabras seguidas para cumplir con su función, que se vaya al paro unos meses, que para eso le estaban pagando la cotización máxima, que estudie un poquito y que vuelva.

Dice el receptor del milagro que su contratante podría haberle utilizado. Ustedes dirán. Y es que nada peor para recibir, que no estar preparado para ello, por eso, para asuntos de solidaridad, compasión o esfuerzo para otros, nada peor que cuadrar nuestra caja y dormir como angelitos y luego haber errado el tiro, porque como decía Einstein, «Dios no juega a los dados».