Ondeaban las banderas rojas estos días en una costa impracticable, y nada mejor que el aviso institucionalizado para protegernos de nosotros mismos. Más de 400 personas mueren cada año víctimas de ahogamientos y los ayuntamientos lanzan sus mensajes con amenaza de multas de hasta 1.500 euros por no respetar la señal. Hasta ahí la cosa puede llegar a ser normal porque estamos bien acostumbrados a pagar por saltarnos las normas hasta que las multas habilitan nuestros errores.

Sin embargo en este asunto la paradoja se complica cuando puede parecer que estamos imponiendo multa para situaciones en las que uno atenta contra sí mismo y el asunto vendría a parecerse a multarnos por saltar alocadamente desde 3 metros la verja de casa y partirnos un tobillo y sería multa leve; o por arriesgar demasiado en el descenso solitario de bici y si rompemos bici, pierna y cadera, que seria falta grave; o incluso atacar la cumbre más escarpada con la dosis de irresponsabilidad que nos pudiera llevar a la muerte y tener que pagar la multa por delito muy grave y a ver quién se atreve a hacer la raya entre irresponsabilidad y accidente.

Por otra parte las autoridades advierten de que los socorristas no tendrán la obligación de practicar rescates en una situación de peligro para el bañista cuando éste ha eludido las señales de prohibición y visto así parece completamente lógico y normal: si te saltas la norma, atente a las consecuencias. Sin embargo no alcanzo a comprender por qué no se aplica igual en todas las situaciones: si circulas a 155 km/h y tienes un accidente, los servicios de emergencias no tendrían la obligación de ir a atenderte. Si no paras de ingerir alcohol y acabas en cirrosis, no hay obligación de intentar curarte. Si te saltas un semáforo en rojo y el vehículo contrario te arrasa, ahí te quedarías en la cuneta mientras atienden a la otra víctima.

Si lo piensan coincidirán conmigo que casi todas las situaciones que nos llevan al peligro son por culpa de nuestra propia irresponsabilidad y no digo yo que los chavales que se pasan el verano sacrificados por nuestra seguridad en las playas, oteando horizonte y jugándose la vida, tengan la obligación de hacerlo, pero al final el equipo médico de la ambulancia que acude a toda velocidad y por la izquierda a atendernos junto al semáforo en rojo que nos saltamos, también se está jugando la vida para salvarnos de nuestra propia conducta temeraria.

Lo que realmente queremos y pretendemos es tener a nuestra disposición el seguro que otorga la sociedad de bienestar, y no me refiero al del coche o al de incendios, sino al de saber que hagamos lo que hagamos vendrán a rescatarnos y no sólo por devoción, sino que nos gusta que sea por obligación y acabamos egoístamente pensando que cada palo aguante su vela cuando el bombero se juega la vida para sacarnos del incendio que nosotros mismos hemos provocado o el socorrista tiene que rescatarnos porque nos molaba mazo darnos un revolcón con olas de 2 metros y viento de levante.

Somos las víctimas y los verdugos de este sistema que nos hemos dado para protegernos de los otros y de nosotros mismos simultáneamente y todo a la vez no cabe, porque o somos nosotros o somos el resto y en una de esas salimos perdiendo. Sobre todo cuando después del disco que limita la velocidad a 80 en la recta de la comarcal aparece, como emergiendo del subsuelo, uno de 50 a la altura de las dos casas deshabitadas de la derecha y 30 metros después la foto del radar, que siempre nos saca de cuerpo entero, nos indicará que a 81 km/h el precio es de 4 puntos y 400 euros por falta muy grave. Lo mismo nos habría venido mejor que no nos aleccionaran con tanto empeño para salvarnos en esa situación de auténtico y verdadero peligro y sí en la playa con bandera roja justo antes de darnos el temerario chapuzón, que 400 muertos también son muchos muertos.