Existe un valioso patrimonio en nuestro entorno; un patrimonio que ha sido eclipsado por otros bienes culturales a los que hemos dado merecida relevancia. Existe un completo repertorio de edificios, muchos todavía en uso, y que posiblemente por ello han pasado desapercibidos, pero que sin duda conforman parte integrante de nuestra memoria colectiva. Los faros están muy presentes en el imaginario de nuestra región. Son conexiones que nos vinculan a nuestro mar. Representan nuestra tradición marinera, a la par que actúan como símbolos que engloba el concepto de viaje como forma de conocimiento y de cultura. La navegación, más que un simple medio de locomoción, ha sido el medio a través del que transitaban nuevos conocimientos e ideas, ósmosis cultural promovida por las rutas comerciales. Salpicados a lo largo de nuestro litoral, los faros permanecen como vestigios de este pasado. Su tecnología ha evolucionado, pero siguen siendo elementos necesarios, ya que son las bisagras que ayudan a conectar nuestro mundo terrestre con el marino. Los faros permiten tomar consciencia del pasado y de la evolución para poder dar forma al futuro.

Pero hoy en día, desgraciadamente, los faros están quedando relegados al olvido. Un olvido motivado por la aparición de los modernos sistemas de localización vía satélite, radares o por móvil, entre otros medios técnicos. La pérdida de su tradicional función ha derivado en el abandono y por tanto está provocando su deterioro. Es difícil concebir una costa sin faros, ya que existe una íntima relación entre el lugar y la construcción ubicada en ese mismo espacio. No podemos concebir Cabo de Palos sin su faro o La Coruña sin su Torre de Hércules. Pero a veces estos elementos pasan desapercibidos, enmascarados por los paseos marítimos y demás construcciones comerciales y de recreo, derivadas de unas políticas en las que primaban los acondicionamientos de infraestructuras destinadas a fomentar el turismo de sol y playa.

La protección de los faros de nuestro litoral es imprescindible, pues forman parte del imaginario popular. Está claro que para conseguirlo sería necesario reformular las políticas culturales actuales, nuevas políticas que ayuden a la difusión de un patrimonio mediante el fomento del conocimiento y la consecuente valoración, reactivando, de esta manera, la memoria histórica. La promoción, la conservación y la rehabilitación de nuestro patrimonio naval puede ser un factor que favorezca el cambio social por medio de la cultura y la investigación.

Pero la habitual ubicación de los cíclopes de los mares, en espacios aislados y poco frecuentados, han aportado un valor añadido, ya que este alejamiento suele provocar un desarrollo de la naturaleza circundante, actuando como reservas biológicas en las que se desarrollan multitud de especies vegetales autóctonas, además de actuar como confluencia entre una zoología puramente terrestre y otras de carácter marino.

Es evidente que la desaparición de los faros y su entorno natural sería una pérdida irreparable de patrimonio, un quebranto inasumible por la sociedad. No debemos esperar a que los años y la dejadez transformen unos bienes con altísimo carácter simbólico en ajadas ruinas. Siempre es mejor, más respetuoso e infinitamente menos gravoso económicamente mantener que restaurar.

Un primer paso encaminado a la protección de las singulares construcciones que iluminan nuestras costas sería su declaración como Bienes de Interés Cultural, así como declarar espacios naturales protegidos a sus entornos, ya que ambos elementos configuran un conjunto paisajístico unitario. En segundo lugar se deberían realizar campañas de difusión y concienciación, pues, como he dicho en multitud de ocasiones, para proteger algo hay que conocer su existencia. Por último sería conveniente dotar de usos alternativos a las construcciones abandonadas.