Hay un lugar, bien cerca de Cartagena, todavía desconocido para muchos, que mantiene el embrujo de esos sitios pequeños, perdidos y anclados en un tiempo que parece detenido. De adolescente me acerqué a la Algameca Chica con mi moto y mis pinceles. Aún recuerdo la sensación de adentrarme en otro tiempo o en un lejano país. A casa vine contando que había estado en algo así como en una Hong Kong chiquitica, con sus barquicas, y sus variopintas casas de madera, planchas de hierro y uralitas, que eran como las que construía mi amigo Nino Vera en La Rambla de Pozo Estrecho.

Desde entonces me he acercado cientos de veces a disfrutar de un buen paseo, a pintar, echar fotos o bañarme por la zona del arco de la Amalia. Qué años aquellos en que allí fui con mis compañeros de catequesis, o con mis amigos de acampada y nos zambullíamos casi todos sin bañador. Luego fuí con mi novia a pasar la tarde entre besos y fotos y, años después, he impartido talleres de fotografía, he disfrutado de buenos ratos con mis hijos y algunos de mis perros, he ido de monas e, incluso, me he perdido en ocasiones, enjugando algunas soledades.

La Algameca Chica, es un privilegio de lugar, un patrimonio de todos los cartageneros que, para variar, está en peligro de desaparición porque la ceguera de algunos quiere destruir lo que nos ha legado el tiempo. La asociación de vecinos y la Federación vecinal que encabezaba Leandro Sánchez iniciaron una labor de concienciación y defensa de este histórico lugar a través de muchas reuniones, gestiones, escritos, exposiciones y rutas. El pasado domingo disfruté de una de ellas, dentro de las que organiza la Liga Rural. El éxito fue abrumador: más de 350 personas que como para preocuparse ante tamaña responsabilidad. El día fue magnífico y el personal quedó entusiasmado.

Tuvimos unos guías de excepción: los propios vecinos y José Ibarra, autor de 'Los inicios del poblamiento contemporáneo del paraje de la Algameca Chica de Cartagena' , un delicioso libro ilustrado con imágenes antiguas y otras modernas de 12 fotógrafos cartageneros, maquetado por mi amigo Juan José Ruiz y donde el autor documenta, desde el siglo XVIII los asentamientos humanos en la Algameca y las historias, fiestas y curiosidades de una zona que tuvo una época de esplendor a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX.

Cuenta Ginés García Martínez que el topónimo viene del árabe 'gamek', que significa suelo profundo y húmedo. La primera mención por escrito aparece en la época de la construcción del Arsenal, en 1728, en un escrito del ministro Intendente General de la Marina que instaba a la construcción de un canal con dique para que las aguas y lodos de la rambla Benipila desembocasen fuera del puerto, desviándose hacia las Algamecas, lo cual cambió radicalmente la fisonomía de la zona oeste de la ciudad.

En aquellos años, la batería de costa de la Algameca Chica estaba armada con 6 cañones y la de la Algameca Grande con 12. Ambas fueron de vital importancia en la guerra cantonal de finales de 1873. Precisamente en la novela 'Mr. Witt en el Cantón', uno de los personajes huye de la ciudad por la zona de la Algameca. Hay escritos que hacen constar que a finales del XVIII en esta zona ya era habitual la toma de baños en verano. Por otro lado, a mediados del XIX se realizaron prospecciones mineras de hierro y cobre, que convivían con las viejas yeserías y con la localización del nuevo matadero municipal, que se ubicó aquí para alejarlo del casco urbano. Hoy día continúa el uso militar 'de los americanos' en la Algameca Grande.

Ibarra nos contó éstas y otras historias que recoge en su libro, haciendo las delicias de todos los asistentes. En su libro también recoge la leyenda de la Amalia, que ya narraron Federico Casal e Isidoro Valverde, que como yo no cuento 'mi canción sino a quien conmigo va', se quedará para otra ocasión. La ruta finalizó tomando unas cervecicas en la Tasca de la Vasca que encontramos perdida entre las callejuelas entrañables de este poblado. La Algameca vive.