Que los hosteleros o la población vecinal pretendan liquidar el botelleo a fuerza de pedir leyes o intervención de la Policía me recuerda a aquella historia del loro que le aconsejaba al conejo mostrarle al zorro acechante ese inútil decreto dictado por el rey de la selva por el que prohibía a los zorros cazar conejos, y al grito de 'enséñale el decreto' pretendía salvar la vida de su amigo el conejo mientras el zorro cumplía su ineludible obligación.

Esta vez el alcalde José López ha estado ágil y acertado anunciando que buscará espacios donde los jóvenes puedan practicar el botelleo sin molestar a los vecinos, otra cosa es que la caja de los que se quejan se vea más o menos perjudicada. Este formato de pretender, mediante leyes, parar o retrasar lo que la gravedad determina, tiene pocas garantías de éxito. Los taxistas se quejan de las furgonetas clandestinas; los farmacéuticos, de las webs internacionales que dan acceso a cualquier fármaco; las discográficas, de internet... y así, ejemplo tras ejemplo.

Todo es consecuencia del mismo error. Cuando una necesidad que tiene el consumidor no es satisfecha por el bien o servicio disponible y al precio que es capaz de aceptar, la oferta y la demanda generan automáticamente su solución paralela y, tuneladora en mano, liquida cuanto se le ponga por delante hasta dejarnos sobrepasados por lo evidente. Entonces aparecen los perjudicados del momento, abrigados por sus razones sin recordar que en otro tiempo fueron los beneficiados.

Ya sabemos lo que ocurre con el intervencionismo o con los sistemas que mediante leyes, dictados o simplemente mirar para otro lado, intentan hacer crecer vendas donde hay ojos dispuestos a traspasarlas. Si cualquiera pudiera ofrecer un servicio de taxi y quedara regulado por la oferta y la demanda no tendrían éxito las furgonetas clandestinas; al igual como un servicio de farmacia o un estanco con precios en manos del mercado, y no en manos del estado, beneficiaría a los consumidores por una parte y, por otra, a los propios empresarios que presos del esquema de la regulación por decreto tienen que hipotecar su vida para pagar precios que son imposibles de amortizar por traspasos o cesiones de licencias imposibles, porque al final el mercado, como la vida, se abre camino.

Incluso en algo tan protegido y controlado como debe ser la Justicia, el libre mercado ha dejado su sello y ante la ineficiencia y lentitud de la primera surgen las juntas arbitrales más rápidas y más baratas y cada vez son también más los contratos que quedan regulados por ellas fuera del ámbito judicial por acuerdo de las partes.

No me digan que no les gustaría que aquel trasnochado monopolio del petróleo que dicen liberalizado no lo fuera de verdad y pudiéramos disfrutar de verdaderas diferencias de precio en los combustibles entre gasolineras, como ocurre en todos los países vecinos y no de ocho céntimos como pasa en el nuestro. Al final los excesos se pagan y cuando la presión del consumidor se rompe como olla express contenida de muchas frustraciones cocinadas, ocurre que hasta los votantes consiguen repoblar el Congreso de los Diputados de una fauna tan diversa que cuando llegue el calorcito lo veremos llenarse de zapatillas deportivas y camisas de flores para mayor desgracia, y envidia, de algún azul o rojo y tieso ajoporro encorbatado, añorando todavía aquel imposible acuerdo de investidura.