­Llega el silencio. Poco a poco las calles del centro de la ciudad por las que pasa el último cortejo californio han ido quedándose en una tenue oscuridad que acompañará a toda la procesión. El tambor con sordina comienza a dar sus primeros toques de madera y parches anunciando que comienza el desfile pasionario más sobrecogedor de cuantos procesionan por las calles de Cartagena. La Procesión del Silencio abandona Santa María para anunciar que Jesús sigue su camino hacia la muerte.

Uno a uno, los penitentes van avanzando entre las miles de personas que han acudido, como siempre, a este característico cortejo, en silencio, callados por la inmensidad de la narración del propio desfile, sobrecogidos por cada tintineo de los hachotes, por cada saeta que aparece desde la oscuridad de cualquier balcón, desde la sombría mesa a pie de calle, para honrar a las figuras del Ecce Homo, del Cristo de los Mineros o de la Virgen de la Vuelta del Calvario.

En voz baja, una niña le pregunta a su padre: ´Papá, ¿por qué está todo el mundo tan callado y ayer no paraban de gritar vivas y hacer palmas?´, a lo que el progenitor responde: ´Hoy es un día triste, cariño, hoy empieza la muerte de Jesús y eso no se puede celebrar...´ para volver al silencio sólo quebrado por los pasos sordos de los capirotes y los tintineos de los cristales de las tulipas de tronos llevados a hombros.

Comercios y establecimientos hosteleros se suman también al dolor de todo un pueblo, al recogimiento de toda una cofradía que se despide de la Semana Santa desde la austeridad más absoluta, creando una atmósfera en la que no se diferencia entre los penitentes del propio desfile y aquellos que observan el cortejo.

Paso a paso, el desfile regresa a Santa María de Gracia, donde miles de devotos ya aguardan la llegada de los tronos. Uno a uno van entrando en el templo arropados por numerosos misereres que crean el ambiente perfecto para lo que aún queda por llegar. El último adiós a la virgen california es el único momento en el que el cartagenero rompe su voto de silencio. Lo marca el sentir procesionista de los ciudadanos. Lo marca la Salve, la última encarnada. El californio da rienda suelta a su aflicción, a su dolor, y canta sin contener lágrimas ni voz.

Los acordes a capela de los ciudadanos resuenan en edificios y calles adyacentes a Santa María de Gracia. La Virgen de la Esperanza, gobernada por el verde y la luz contendida de numerosas tulipas que le dan un aura incomparable, baila escuchando las gargantas de sus hijos.

Poco a poco las luces vuelven a encenderse y la ciudad ya se prepara para las últimas jornadas de la semana pasionaria.

Llegan los días más dolorosos de la Semana Santa cartagenera, los de mayor sufrimiento. Aquellos en los que el discurso va encaminado a contemplar la muerte de Cristo en la cruz. Es turno marrajo, como bien se encargan de recordar las agrupaciones de granaderos y soldados romanos morados poco después de las doce de la noche, acompañados por banderines y fajines marrajos que vuelan al viento recogiendo el testigo encarnado.

Una nueva muestra de que la fiesta cartagenera por antonomasia, su Semana Santa, es algo más que el simple desfilar de capirotes, tallas y hachotes.