Hay que encaminar los pasos, en este día, hacia una pequeña, sencilla y entrañable aldea del campo de Caravaca, donde tenemos una cita ineludible: la Fiesta de las Cuadrillas. Hoy las calles, las plazas y los rincones de Barranda se convierten en un horizonte abierto, impregnado de música por los cuatro costados. Las casas, el viento frío y el cielo gris, las nubes jugando a esconder el sol y dejando a sus anchas el frescor del invierno, el ir y venir de la abigarrada multitud, las cuerdas temblorosas de las guitarras, los platillos echando chispas, las gargantas roncas por tantas jotas y pardicas, los sobrios y difuminados colores invernales, todo eso anuncia carretadas de alegría o expresa sentimientos hondos y evoca un torrente emotivo de recuerdos. La pandereta añora los dedos regordetes y pequeños de Antonio 'el Arroz'. La Malagueña sabe que ya nunca alcanzará la grandeza que le daba Jeromo 'el Zorro'. Un puñado de grupos, que cuidan y tocan las músicas tradicionales, se dispersan por el pueblo empujando, con su reclamo vibrante, a la participación y al baile. Un panorama rico en arte, espontaneidad, folclore y belleza natural, que invita a participar y a desasirse de inquietudes ciudadanas.

Cuando yo tenía ocho o nueve años, mi pueblo, es decir Barranda, contaba con una población de mil y pico de vecinos. Aparte de este agregado demográfico tan modesto, la aldea no tenía casi nada de que jactarse, si lo consideramos según los cálculos avaros de esta época materialista y caída. En esas fechas que evoco (1940, más o menos) el mundo parecía haber dejado atrás este rincón medio perdido. Sólo una carretera llena de baches discurría atravesando la población. Ahora, lleva bastantes años asfaltada y hoy tiene un desvío que evita la excesiva circulación por el centro de la aldea. A diferencia de nuestros abuelos, a nosotros (la gente de mi generación) los programas de radio nos estaban siempre recordando que había otro gran mundo allá afuera. Teníamos que salir del pueblo cada vez que queríamos coger un tren, visitar a alguien en el hospital, hablar con un abogado o hacerse ver por un médico y, por supuesto, estudiar. Yo tuve que abandonar Barranda para poder seguir mi propósito de hacerme cura. Pero no sólo eso logré dejando el pueblo. El marcharme de mi casa paterna me hizo ver con otros ojos, sentir el sufrimiento de la ausencia, valorar lo que tenía en aquel ambiente entrañable. Pensándolo a lo largo de mis años y de mis prolongados alejamientos, me pareció que la aldea rural, el pueblo y la gran ciudad no han constituido realmente estadios en la maduración de la especie. Se ha tratado más bien de diferentes formas de estar en el mundo, cada una con sus riquezas y valores, cada una con sus fallos y limitaciones. En estos momentos hay en mí un poco de todo eso. Una de las cosas que me lo recuerdan con fuerza es la Fiesta de las Cuadrillas.

Barranda representa para mí la tribu. En mi raíz ancestral, el ombligo cósmico, la arboleda sagrada donde descubrí por primera vez el trabajo, la muerte y el amor. Es donde, más de una vez, experimenté ese frío insoportable que te hiela los dedos de los pies cuando llegas a tu casa y te quitas los calcetines húmedos y helados tras un día pisando nieve. Allí saboreé por primera vez el dolor de la impotencia, asustado por las amenazas de un grandullón que se enfadó conmigo. Allí, -¡Barranda inolvidable!- fue donde en el bancal cercano de la tía María Josefa, tumbado boca abajo, mientras jugaba al escondite con Ignacio 'el Muñozo' y Ceferino y Francisco 'el Merguizo', oí los latidos de mi corazón resonando contra el suelo y descubrí que la tierra huele de un modo denso y misterioso y que, debajo de cualquier rama desgajada de los árboles habita todo un universo de escurridizos insectos a lo que no preocupan demasiado los aeropuertos, los ordenadores, los peajes de las autopistas o las cuentas corrientes.

Y fue en Barranda donde por primera vez oí hablar de Dios y donde aprendí a rezar, enseñado por la ternura infinita de mi madre y de mi padre, porque aunque el mundo se hubiera olvidado de Barranda, Dios, ciertamente, no lo había hecho. No había que marcharse para encontrar a Dios. Teníamos nuestra iglesia, pequeña y acogedora, en la mitad del pueblo, refugio y consuelo en nuestras penas y lugar de encuentro para nuestras mejores alegrías. Teníamos nuestra Patrona, una imagen sin calidad artística pero con un inefable valor simbólico. Teníamos nuestra fiesta, sin actos rimbombantes pero con una incontable dosis de fe, de amistad, de sentimiento, de alegría.

Y teníamos un alma, una savia cuya vitalidad se expresaba en las costumbres y tradiciones: en los aguilanderos, en los inocentes, en la vieja banda de música, en las matanzas, en los desperfollos, en los bailes, en los eneros.

Muchos ritos y costumbres han desaparecido, al menos físicamente. Pero para mí Barranda nunca cambiará. La esencia de la tribu es eterna. La Fiesta de las Cuadrillas es el recuerdo vivo de una vieja cultura. La que modeló los impulsos e instintos que aún me conmueven a diario. Despertó valores que todavía me dan vida.

En Barranda, y entretejido en sus tradiciones, amaneció en mí el tremendo sentido del misterio insondable y de la transitoriedad de la vida. Y allí descubrí que era acogido y amado. ¿Qué más puede uno pedirle a su pueblo? Gracias amigos aguilanderos por no dejar que todo esto se olvide. Gracias por mantener, pese a todo, la Fiesta de las Cuadrillas.