«Esto es Semana Santa», le decía Lucas a su amigo nada más empezar a sonar la marcha con la que el tercio del Nazareno empezó a salir de la Pescadería. «No hay otro sitio como éste para escuchar cómo retumba la música», añadió. Al instante, el Jesús se elevaba iluminado con la luz de las velas hacia la madrugada cartagenera. Álvaro y su tío rastrearon el hueco que dejó el titular de los marrajos y hallaron una caja con algunos de los lirios como los que adornaban la talla de Capuz. El pequeño, californio del San Juan, se lo regalaría más tarde a su madre, marraja.

Los tres, junto con la mujer de Lucas, se encaminaron, prácticamente a oscuras, hacia la poterna de la Muralla. En el camino, Macarena daba sentido a ese otro encuentro de la noche. La joven se paraba continuamente para saludar y abrazar a amigos que no veía desde hacía días, meses, años.

Finalmente, los cuatro atravesaron el túnel de la poterna y subieron por las escaleras hasta que les deslumbró el Medinaceli y, sobre todo, la muchedumbre que formaba un frondoso pasillo humano para el Jesús de los Estudiantes. «Nunca había visto así la subida de la Muralla. Otros años podíamos ir junto al trono tranquilamente y, ahora, casi no nos podemos mover», comentó Lucas. Al rato, el matrimonio se retiró vencido por el cansancio, por el sueño acumulado y por la prudencia, ya que el joven quería estar fresco para portar a su Magdalena la noche de ese gran Viernes Santo morado.

Álvaro y su tío siguieron para buscar a la Dolorosa. Bajaron por San Diego y al atravesar el Lago les sorprendió la gran cantidad de gente que se agolpaba en en la plaza y en el bulevar del barrio universitario, a pesar de que aún restaba más de una hora para que el Nazareno y la Dolorosa cruzaran sus miradas. Pasaron de largo y se toparon con la Verónica por la Serreta. Trataron de cruzar por Arco de la Caridad, pero el gentío les obligó a dar un rodeo por el nuevo centro de salud para desembocar en la plaza de San Francisco, donde pudieron ver más tranquilos al tercio del San Juan y escuchar el soplido del butano que sigue alumbrando sus hachotes. El evangelista pasó perfecto. Y tras él, el tercio de la Pequeñica. El otro Álvaro iba en el puesto once, con el hachote en la derecha. Contaron para buscarlo, pero sus andares y las gafas que asomaban por el capuz hacían imposible confundirse. Le aplaudieron y le animaron y vieron cómo la Virgen atravesaba frenética Arco de la Caridad. Por fin, se encaminaron hacia el Encuentro, llevaron agua a su familiar del tercio y le sujetaron el hachote. Y le cantaron la Salve a la Madre morada, a la que escoltaban, como siempre, varios policías locales de forma altruista y voluntaria, ajenos a la polémica de la ausencia de los plumeros en la apertura de los desfiles, de la que aseguran que no son los culpables. Tras la Virgen, también iba el nuevo grupo de devotas, de riguroso negro, para no dejarla sola.

Era el momento de descansar y tomar un tentempié, pero había poco tiempo y, tras dar otro rodeo, Álvaro y su tío decidieron dirigirse a Santa María. Vieron al Santo Cáliz, la cabeza del cortejo ya unido, en la calle Mayor y se sentaron, agotados, en los escalones de un comercio, pero el niño quería ver la recogida en la Iglesia de la calle del Aire. Se hicieron hueco en la rampa del lateral del templo y, por fin, pararon. Hasta ese momento, no se percataron del enorme cansancio que arrastraban y, sobre todo, del aire frío que hizo tiritar al pequeño Álvaro. Su tío bajó y buscó un sitio donde resguardarse. Halló un escalón junto a la sede california, llamó a su sobrino y ambos sentaron. El joven le colocó bien al pequeño la bufanda california que llevaba al cuello y se quitó la suya morada para ponerla sobre las manos heladas del niño, al que rodeó para transmitirle su calor. Les costó vencer al sueño, pero, desde allí, aguantando las ráfagas de viento frío, disfrutaron del resto de la Madrugada y del amanecer con la Dolorosa. Recogieron al otro Álvaro, un chocolate con churros y a descansar.