Hubo un tiempo ya lejano –finales de los cuarenta y buena parte de los cincuenta del siglo pasado – en el que la caridad, más o menos cristiana, era un asunto muy presente en la vida de una gran parte de la población española. Esta actividad fue perfectamente retratada en la pelÃcula ‘Plácido’, de Berlanga, que mostraba, entre bromas, cómo era realmente la sociedad en la que vivÃamos, pero dando en el clavo unos martillazos de mucho cuidado. Asà era la España de aquel tiempo: unas cuantas familias ricas (algunas, buena gente) y muchas familias pobres como ratas e individuos solitarios que vivÃan de la caridad: ciegos, tullidos, republicanos que habÃan perdido todo en la guerra, gente que trataba de sobrevivir como fuese. Eran personas que cada dÃa extendÃan su mano en la calle pidiendo limosna o acudÃan a algún centro religioso donde le daban un plato de sopa y un poco de pan para matar el hambre.
Un ejemplo más –este sacado de la realidad y no del cine - de cómo era aquello: en Navidad, los ricos, los concejales y demás repartÃan entre los pobres unas tarjetas para conseguir una bolsa de alimentos. En Cartagena, el dÃa de Nochebuena, esa entrega de comida se llevaba a cabo en un edificio que se llama ‘La Casa del Niño’, en cuyo patio se montaban unos puestos sobre los cuales se ponÃan las dádivas: aquà pan, allà un poco de carne, unas patatas, algo de aceite, etc. En la puerta se formaba una cola de pobres con su tarjeta en la mano y una capaza, a los que iba dejando pasar, sin apreturas, un guardia municipal. Una vez que entraban, iban recorriendo los puestos donde unas señoras bien embutidas en sus abrigos (hacÃa un frÃo tremendo, lo recuerdo, aunque yo era un niño) les entregaban los alimentos. Los pobres decÃan al recibirlos: ‘que Dios se lo pague’, o ‘Que la Virgen de la Caridad se lo premie’, y pasaban a otro puesto donde se les entregaba otra cosa y repetÃan la misma jaculatoria.
Jamás traerÃa aquà estas historias sino fuese porque cada vez se ve más claro que la caridad ha vuelto a hacerse absolutamente patente en la vida española. Y no hablo de solidaridad, ni de servicios sociales, hablo de pura caridad. Con el desarrollo de la democracia, ese concepto de dar limosna a los pobres por lástima y, a menudo, para calmar la propia conciencia, se habÃa desvanecido. En los ayuntamientos existÃan unos servicios sociales que funcionaban, con concejales y empleados públicos que conocÃan a las personas que llegaban a solicitar una ayuda, y los que pagábamos impuestos nos sentÃamos relativamente tranquilos porque sabÃamos que si nosotros vivÃamos bien, los menos afortunados, al menos, tenÃan lo más necesario proporcionado por esos impuestos. Imaginábamos que el primer dinero a gastar por parte de los que gobernaban era para eso: para que a nadie le faltara lo más necesario. Esos servicios, en muchas ocasiones, ahora se limitan a mandar al necesitado a una institución de caridad o de solidaridad a que allà sea atendido porque, dicen, no tienen presupuesto.
Actualmente hasta en TVE hay un programa en el que se muestra un caso de necesidad, allà en público, sin la discreción que requiere siempre la solidaridad, y se pide ayuda, y salta en antena la persona conmovida que va ayudar al necesitado. ¿Por qué, en vez de este escarnio, si alguien necesita algo tan urgentemente no se pone en conocimiento de las autoridades para que, con nuestros impuestos, lo paguen en vez de pagar otras cosas: un asesor, una dieta de viaje, una factura de una cena de trabajo, etc.?
El otro dÃa, en la plaza de Las Flores de Murcia, una anciana española pedÃa limosna. Le di unas monedas. Me dijo: ‘Que Dios se lo pague’. Se me pusieron los pelos de punta.